TAt principios de los años setenta, viví varios meses en Las Palmas de Gran Canaria y fui peregrinando por hostales de la ciudad en los que pagabas la cama, que no la habitación pues se compartían dormitorios corridos, algunos con más de una docena de huéspedes. Gran parte de éstos eran subsaharianos que habían entrado ilegalmente en la isla y trabajaban en la economía sumergida , que se aprovechaba de su situación lamentable.

O sea, cuando aún nosotros estábamos saliendo de la emigración masiva que nos afectó en los años del desarrollismo español, ya recibíamos a inmigrantes en condiciones de extrema necesidad. Vivían asustados, pendientes de su identificación policial y la expulsión a la tremenda miseria de sus zonas de origen, de la que habían llegado gastando ahorros familiares conseguidos tras largos años de sacrificio.

Ahora, las islas Canarias son no sólo esa misma esperanza a la desesperada sino tumbas de cientos de emigrantes que naufragan en sus costas, tras una travesía brutal y atrozmente inhumana. Algo parecido ocurre en las costas peninsulares del sur, fundamentalmente andaluzas, de donde no hace muchos años salían compatriotas nuestros en condiciones también de profundo dolor.

Las pateras, esas pateras que en el trópico americano causan tanto rasgar de vestiduras de los bienpensantes si le llaman de balseros cubanos , por lo de la dictadura, etcétera, son una especie de apósito de identidad de nuestro mundo desarrollado. Yo he visto de cerca el terror desesperado de sus ocupantes. Terrible presencia que ribeteará de negro nuestras dulces navidades, que ya preparamos con ilusión y luces de colores.

*Historiador y portavoz del PSOE en el Ayuntamiento de Badajoz