Diputado del PSOE al Congreso por Badajoz

Muchas veces, y con razón, se ha hablado de España como puente entre Europa y Africa, enfatizándose los aspectos económicos y culturales de esta posición. Pues bien, claramente lo somos, y nuestra ubicación geográfica, más que otros merecimientos que pudieran argüirse, nos convierte en puente físico y real, por el que la estampida del hambre y la miseria africana nos vierte oleadas tras oleada de emigrantes.

Por otro lado, la lengua común compartida por más de cuatrocientos millones de hispanoamericanos, ciudadanos en muchas ocasiones de patrias convulsas en las que la pobreza alcanza también altísimas cotas, nos vuelcan también contingentes tras contingentes. En definitiva, nuestra inmigración tiende a descontrolarse. Sin duda que éste es un problema, no ya de Estado, que por supuesto que lo es, y que requiere el mayor consenso posible, sino de la propia UE. Pero mientras se arbitran soluciones comunes y se asume una política común inmigratoria, creando el marco legal oportuno, asignándose en su caso los fondos económicos necesarios para viabilizar las medidas que se adopten. Urge que por parte de nuestro gobierno se tomen decisiones, que en su parte nuclear están en el cumplimiento de la propia legislación existente. Pero estas leyes, como todas, necesitan de los medios económicos necesarios para ser eficazmente aplicadas.

Sin duda que por poca sensibilidad que se tenga, y más allá de cualquier ideología, el espectáculo de las pateras, conmueve y hiere a la vez. Las miradas anhelantes entre la esperanza y el miedo; la voluntad de unas mujeres por parir en nuestra tierra o el llanto de los recién nacidos, es un durísimo espectáculo, más propio de los estertores esclavistas del siglo XIX, que del siglo XXI. Pero, sin embargo y desgraciadamente, es un espectáculo diario y al que por cotidiano que sea no debemos nunca acostumbrarnos.

Pero sería tan inoperante como injusto acercarnos al encauzamiento de este problema desde la pura óptica de la sensibilidad. Sensibilidad y comprensión se necesitan mucho, pero nadie puede ignorar que la capacidad para absorber inmigrantes es en cualquier estado limitada, lo es en la UE y lo es igualmente en España. Es más, sobrepasar el número que razonablemente podemos asimilar es favorecer la aparición de guetos de marginalidad y delincuencia. Que no es que sean delincuentes por ser inmigrantes sino por ser marginales, carecer de un puesto de trabajo, estar hacinados en viviendas infrahumanas y todo el largo y triste cortejo que la marginalidad conlleva.

Por otro lado, el inmigrante comienza su integración en los barrios más atrasados de las ciudades donde habitan, trabajan muchos de ellos en los barrios más opulentos, pero vivir, viven en los más marginales. Y no se deben ignorar las luchas, comparaciones y competencias que se establecen. Sería hipócrita ignorar que el mismo inmigrante compite por un puesto en la misma escuela, que muchos profesores en las conversaciones cotidianas, las que crean opinión, no en las oficiales, éstas son buenas para las estadísticas, se quejan de que al no entender muchos hijos de emigrantes el idioma tienen que retardar a toda la clase. Que no hay plazas en las guarderías porque las han copado los hijos de los inmigrantes. Que el mercado de trabajo, singularmente el del trabajo eventual, se abarata por una mano de obra dócil, que trabaja sin papeles y sin horarios; y un larguísimo etcétera.

Sorprenderse después de la actitud de estos sufridísimos ciudadanos es un supremo gesto de cinismo. En los barrios opulentos, esto de los inmigrantes es una bendición, si por un módico precio se puede tener cocinera negra y uniformada. ¡No se puede pedir más!