TEtl otro día intenté acudir a un parque público con mi hija, mis nietas y mi yerno y descubrimos que, debido a las sillas obligatorias para los niños, no cabíamos los cinco en un solo automóvil.

Según las leyes, tienes un rollizo niño que mide un metro y treinta cuatro centímetros, y pesa cerca de cuarenta kilos, y lo tienes que llevar en una sillita. He viajado con mis hijos en automóvil por toda España, casi toda Europa y norte de Africa, sin silla, y sin cinturón, o sea, que soy un monstruo, según me acabo de enterar en el siglo XXI.

La semana pasada, viajaba conmigo de copiloto un cámara por las calles de Madrid, y nos paró un policía municipal. El cámara llevaba para grabar un aparato que pesa doce kilos, y no se había puesto el cinturón, claro, así que le pusieron una multa, en una ciudad cuya velocidad media es de ¡13 kilómetros por hora!

En los aeropuertos, obligan a las mujeres a descalzarse en cuanto llevan un tacón algo grueso, según unas normas confusas y difusas, en las que te pueden detener por llevar o no una raqueta de tenis, según esté de humor el empleado.

No hace mucho, desde el Ministerio de Sanidad surgió la brillante tentación de prohibir los anuncios de una hamburguesa más grande, o sea, que a mi tío Bernabé , que me enseñó a comer torreznos, hoy le meterían en la cárcel. En la cárcel no, pero le pueden quitar la custodia a una madre por darle una merecida bofetada a su hijo.

Lo que asombra no es la continuada intromisión en la libertad individual, porque todo el que tiene poder tiende a aumentarlo. Lo que produce alarma y recelo es la mansedumbre, la aborregada resignación con que nos arrodillamos sin una protesta ante este peligroso y progresivo paternalismo autoritario que se entromete en nuestro libre albedrío, bajo la bandera falsa de la seguridad colectiva.