Convengo en una charla con un amigo en que la gente es aceptablemente buena, pero discrepamos en cuanto a las ideologías: él las defiende porque le conceden al individuo una escuela de comportamiento, un camino a seguir, y yo las rechazo precisamente porque anulan el libre pensamiento. Y porque, además, tienen la potestad de convertir sin demasiado esfuerzo a buenas personas en perversas. Unamos ideología y gregarismo y obtendremos odio organizado.

De esto sabe mucho Fernando Aramburu, que ha retratado con mucha puntería lo que llaman el conflicto vasco. Tanto en el libro de cuentos Los peces de la amargura como en la novela Patria, Aramburu analiza cómo un ser humano, esclavo del gregarismo, puede aceptar los dictámenes de quienes considera sus salvadores. Si tengo que acudir al funeral de un etarra porque van mis amigas, acudo. Si tengo que lanzar cócteles molotov para no quedar señalado en el grupo, acudo. Si el cura me dice que debo estar orgulloso de mi hijo terrorista, sigo su consejo. Si tengo que gritar Gora Eta, lo grito. Si tengo que matar... mato.

Las ideologías triunfan gracias a la colonización intelectual. Personas de bien hacen tabula rasa y aceptan acometer maldades dictadas por sus colonizadores ideológicos. En el País Vasco se vendió la necesidad de luchar por la patria que creían nunca habían tenido, y personas que no podrían definir lo que es una patria sin tartamudear abandonaron familia, trabajo y futuro para convertirse primero en terroristas y luego en fugitivos.

Patria es una gran novela. La he leído con placer literario y con dolor al constatar que siempre es más fácil seguir en masa los superfluos eslóganes del odio de un Hitler o un Goebbels que los profundos discursos humanistas de un Thomas Mann o un <b>S</b>tefan Zweig. Leyendo Patria se me ha nublado el alma al reconocer que el sentido común es la patria que los seres humanos nunca tuvimos.