Exministro y escritor

El hombre, como animal social, necesita considerarse partícipe de una sociedad. Sin los demás no somos nada. Esa necesidad de integración es tan fuerte, que destroza psíquicamente a los individuos aislados o marginados. Pero el concepto sociedad es demasiado vago como para sentirnos emocionalmente relacionados con ella. Necesitamos una estructura social más cercana sobre la que identificarnos. Existen infinidad de grupos que interrelacionan entre sí en el seno de una sociedad: la familia, los alumnos de una carrera, los socios de un club deportivo o los trabajadores de una empresa..., por citar tan solo algunos de los ejemplos que nos son muy cercanos.

Pero sobre todos estos grupos, históricamente, la humanidad se ha organizado en grupos más amplios, de defensa mutua, de cooperación para la supervivencia y de participación en unos hábitos culturales similares. Serían las estructuras políticas, identificadas frente a otras estructuras humanas. Clanes, tribus, confederaciones, pueblos, ciudades naciones o patrias son estructuras políticas históricas. Hasta ahora ha sido así. No sabemos si en el futuro las dinámicas globales nos impelerán a adoptar estructuras geopolíticas más amplias y complejas.

Normalmente se establece una relación con la patria propia que va mucho más allá de la mera filiación administrativa. Existe una íntima y potente relación emocional. Una patria es una frontera, una lengua o una historia, pero, sobre todo, es aquella comunidad de la que emotivamente nos sentimos partícipes. Y ese sentimiento, que algunos llaman patriotismo, otros orgullo, otros satisfacción de ciudadanía y otros participación en un proyecto común, es profundo en el alma humana. Por eso, desde siempre, los que han liderado a las naciones han intentado explotar esos sentimientos. El esfuerzo por monopolizar el sentir patriótico ha sido una constante en la política. El esquema del discurso siempre ha sido el mismo: quien está contra mí, está contra la patria. Como es normal, España no está libre de ese pecado. Por el contrario, ha sido muy frecuente en nuestra historia. Mil veces hemos oído que sólo un partido garantizaría la unidad y la cohesión. Y no tan solo en el ámbito nacional. También en las comunidades históricas o nacionalidades existen fuerzas políticas que repiten los mismos argumentos, sólo que a la inversa. Según esas posturas, sólo las fuerzas nacionalistas serían las verdaderas defensoras del país; los demás, simples españolistas. Como vemos, en el juego con los sentimientos patrióticos, pocos podrían tirar la primera piedra.

En la España de la Constitución de 1978, al menos en teoría, no cabrían las posturas simplistas del o conmigo o contra España, puesto que España seríamos todos, al definirse un proyecto común, respetuoso con los diversos sentimientos nacionalistas. Sin embargo, desgraciadamente, se siguen produciendo, a nivel del Estado y en determinadas autonomías, preocupantes ramalazos de esa patrimonialización del sentir patriótico.

Uno de los principales lazos que une al individuo con su patria es de naturaleza emocional. Y entre las declaraciones de unos y otros, ya son legión los que comienzan a sentirse agredidos y agraviados de una u otra forma. Y ésa es la peor vía de conseguir una España unida y cohesionada. El mejor modo de hacer patria --Ortega dixit-- es el sentirnos partícipes de un proyecto común, y no rehenes de una exclusiva --y excluyente-- forma de entender la patria de los que se definen como patriotas, tantas veces agresiva para muchas personas.

Deberíamos olvidarnos del juego de la silla en una materia tan compleja como la patria, donde tendríamos que sentirnos cómodos todos. Dentro del respeto a la Constitución nadie debería tener miedo de perder su silla. Por eso, se puede criticar libremente cualquier decisión de cualquier gobierno, sin tener que ser víctima de las demagógicas acusaciones de ser un traidor a la patria. Es más, en torno a un tema del que llevamos tanto tiempo discutiendo como la idea de España, tampoco se puede caer en la tentación de afirmar: la única idea válida de España es la que yo tengo; las demás están contra ella.

La única idea válida de España es la que consagra nuestra Constitución. Lo demás son opiniones particulares, interesantes y quizá enriquecedoras, matizables o criticables. La pena, es que 25 años después de la Constitución, aún tengamos que recordar estos principios tan obvios y elementales.