Entre el torrente de mensajes en Facebook, descubrí el suyo. No sonaba a despedida. Lo era: "Buenos días. Hoy comienza una nueva etapa en mi vida, pero antes no quiero irme sin dar las gracias a todas las personas con las que reí, compartí, amé, viajé, disfruté, bailé, trabajé... a todas esas que confiaron en mí y en mi payaso para adentrarse en sus emociones...". Sí, él guardaba bajo la ropa el disfraz de la nariz roja, el sueño imposible de vivir de la alegría obligatoria que regalar a niños y mayores y, sobre todo, del oficio de subirse a las tablas imaginarias del escenario de cada día en la librería-café más chula de todo el barrio. Allí, en el mismo lugar al que otros también acudían a compartir inquietudes y razones por las que la vida merece la pena si se trata de abrazar un personaje imaginario o navegar en cualquier río con otros peces de tu misma ciudad. Por eso, me sacudió perderle de vista, como tantos otros, del panorama cotidiano, camino de otras ilusiones, con el corazón agradecido por las vivencias disfrutadas. "Gracias a la ciudad de Cáceres por sus rincones y calles, donde gasté mis suelas y tanto dejé, y tanto me dio. Gracias a sus bares, que me regalaron momentos que siempre llevaré en mi mochila...". No me detuve más. Pensé que ese era el verdadero paso de los días, el de las imágenes que perdemos de personas que ya no gritan su libertad, esa misma que puede hacerles caer en cualquier momento. Esa que les lleva a otro lugar a empezar de nuevo. Al cruzar la calle la otra mañana me pareció verle. Llevaba una maleta de sueños que ojalá se cumplan. Ayer le vi mirando al mar en una foto en Facebook. Aún hay tiempo. Suerte, amigo payaso.