Me apena reconocer que conforme van pasando los años voy confirmando que la paz parece sustentarse sobre el atropello de la dignidad, la justicia y la libertad de otros.

Proclamaba el presidente estadounidense Donald Trump el pasado lunes que el traslado de la Embajada de su país en Israel de Tel Aviv a Jerusalén era una forma de contribuir a la paz. Mientras este mensaje era transmitido, cientos de palestinos eran acribillados por protestar contra la decisión.

Los principales canales de televisión internacionales difundían simultáneamente la ceremonia de inauguración de la nueva sede norteamericana y la manifestación de los palestinos.

De un lado, los altos representantes estadounidenses e israelíes, bien vestidos, en sus impolutos trajes de gala, disfrutando de la fiesta. Del otro, el pueblo palestino, una masa cuyos rostros no se podían distinguir en medio del caos provocado por la metralla israelita.

Contraste. La prueba de que esa paz de unos se sustenta sobre el sufrimiento de otros.

El mismo día que Israel conmemora con regocijo su nacimiento, Palestina llora el aniversario de su «Nakba» o catástrofe.

Contraste entre el mapa del territorio de 1948, en el que la división entre el Estado de Israel y la nación Palestina era casi idéntica y el de hoy. Palestina ha perdido a casi todos sus ciudadanos, su tierra, y lo peor de todo, su relevancia.

No porque la solidaridad internacional con su pueblo haya muerto, pero sí se ha impuesto la vergüenza del silencio entre buena parte de los gobiernos que se autodenominan democráticos.

Más de 60 palestinos murieron el lunes. Es un pueblo que ya no tiene derecho ni a la protesta.

Decía la portavoz de Exteriores de Israel que no tienen cárceles para tantos palestinos, y por eso se les dispara. Para ella los disparos disuaden, pero la realidad es que matan.

Isaac Rabin predijo que «todas las ideologías que justifican el asesinato, acaban convirtiendo el asesinato en ideología» y parece que esa terrible pronóstico se ha convertido en realidad en el Israel de hoy. Él fue uno de sus pocos gobernantes que buscaban una paz real. La de todos.