Dramaturgo

Aristófanes, autor que no estuvo en la gala de los Goya por razones obvias, tuvo la feliz idea de inventarse un personaje, Trigeo, al que no se le ocurrió otra cosa mejor que subir al Olimpo para traer la paz a su patria. ¡Para qué quieres más! ¡Traerse la paz, nada menos! Los vendedores de higos que alimentaban a las tropas, los fabricantes de lanzas y los miembros conservadores de la Asamblea de Atenas, con un tal Diópites a la cabeza que pedía un decreto contra los ateos y astrólogos antes de pedir otro para iniciar nuevas guerras, pusieron el grito en el cielo de Zeus al conocer semejante locura y demonizaron a Trigeo y a quienes con él pedían esa paz. Han pasado dos mil quinientos años y el espíritu de Aristófanes está más vivo y burlón que nunca. En algunos países se está leyendo Lisístrata, de Aristófanes, en señal de protesta por la escalada bélica contra Irak. Yo creo que, a pesar de ser Lisístrata una obra maestra contra las guerras, deberían leer La Paz, porque el mundo se está llenando de intereses por un lado y de Trigeos por otro.

Somos Trigeo los que nos colocamos una pegatina diciendo "no a la guerra", los que reivindican hasta en las galas de Operación triunfo ese deseo, los que recibimos puñetazos de jubilados en Arganda, los que recibimos diatribas andaluzas de Javier Arenas, los que vamos de manifestación cada fin de semana. Somos Trigeo los que pedimos la paz y escuchamos el acento tejano de nuestro Diópites conservador de Valladolid, José María Aznar, al que recomiendo que deje a un lado los libros de poesía que tanto lee en Quintanilla de Onésimo y lea a Aristófanes, tan sabio y más clásico que el peinado de su señora esposa.