Los resultados de las elecciones en Israel dibujan el peor panorama posible: confusión y fragmentación, ascenso de la extrema derecha xenófoba y un largo proceso de tortuosas transacciones para la formación del Gobierno, de manera que la ministra de Exteriores, Tzipi Livni, al frente del Kadima, obtiene una ventaja tan exigua que puede reputarse una victoria pírrica.

El jefe del Likud (derecha nacionalista), Binyamin Netanyahu, se queda a un solo escaño, pero con la frustración de no haber logrado el triunfo que vaticinaban las encuestas. La novedad radica en que el tercer partido más votado, Israel Betenu (Israel, Nuestro Hogar), dirigido por el populista ruso Avigdor Lieberman, con una estrategia tan antipalestina como provocadora, deviene pieza imprescindible de toda coalición y desplaza al Partido Laborista, que sufre un descalabro sin precedentes por su incapacidad para fraguar una alternativa a la hegemonía de la derecha y los partidos religiosos desde 1977.

El sistema electoral, que favorece la dispersión del voto, acentúa las tendencias negativas de una sociedad cada día menos laica, más tribalizada y militarizada, que atraviesa por una peligrosa crisis de identidad. Obsesionada por su seguridad, no puede superar las secuelas de dos guerras en tres años (Líbano y Gaza) ni el malestar profundo de la colonización. La apatía, las sospechas generalizadas de corrupción y la ansiedad ante los desafíos de un futuro incierto explican los éxitos de un populismo que solo se propone castigar a los árabes. La degradación de la clase política ahonda el pesimismo, alimentado por una creciente paranoia, y coarta el debate sobre la necesidad vital de acabar con las colonias y alcanzar la paz con los palestinos.

De momento, los habitantes de Gaza han recibido el resultado electoral con una lógica indiferencia. Para una mayoría de la población, todos los partidos israelís presentan programas similares en lo que a represión del pueblo palestino se refiere.

En definitiva, los resultados consagran un giro hacia la derecha radical y auguran un nuevo periodo de más guerra y tensiones internacionales, más de lo mismo, aunque el presidente Barack Obama esté dispuesto a corregir la arriesgada pasividad de su antecesor.

Solo un Gobierno del Kadima con el Likud y el Partido Laborista podría impedir la llegada de Lieberman al poder y frenar el avance de la xenofobia. Pero los líderes de esos tres partidos deberían superar no solo sus divergencias sobre la negociación con los palestinos, sino también la inquina personal, para sacar al país del marasmo y reanimar, bajo la égida de Washington, un proceso de paz que está moribundo.