Cuando cayó el muro de Berlín parecía que el mundo emprendía un camino de libertades. Había otros muros, pero aquel era el símbolo máximo de la división política, económica, militar, cultural y familiar. Casi 30 años después, muros y vallas se han alzado por todo el mundo. El primer crecimiento de estas divisiones se justificó como medida antiterrorista tras los atentados del 11-S. Luego han venido guerras como la de Siria y situaciones económicas catastróficas en numerosos países de Asia y África, y los muros se han hecho más altos y más largos. La ampliación de la valla que propone el presidente Donald Trump entre su país y México es la más llamativa, pero nuestra Europa las va construyendo sin pausa. Bulgaria y Hungría van en cabeza, pero en total, en la UE se han alzado más de 235 kilómetros de vallas en sus fronteras externas. Además de cuestiones morales sobre derechos humanos y sobre legislación, estos muros llevan a plantearse la pregunta sobre su funcionalidad, y la respuesta es que solo sirven a los políticos montados en el populismo. Si se les cierra una puerta a los migrantes económicos y a los refugiados, buscarán -y encontrarán- otra aunque sea más peligrosa porque en ello les va la vida, la suya y la de su familia. Si se trata de frenar el terrorismo, la realidad indica que los criminales no necesitan cruzar muros. Y el peor de todos los muros no es el físico, es el mental que se instala en la ciudadanía, el que distingue entre ellos y nosotros.