Europa pierde encanto. Hace unas décadas, éramos la inspiración del mundo. Los ámbitos financieros y empresariales querían estar presentes en nuestro continente. Europa era el centro de la moda, la cultura y el arte. Su pensamiento filosófico y científico irradiaba a todo el orbe. Hoy, en cambio, la influencia económica se ha ido desplazando hacia el suroeste asiático y el mundo anglosajón nos ha perdido el respeto. Reino Unido nos ha dado la espalda, y Trump -no olvidemos que su ideología está respaldada por una gran parte de norteamericanos- prefiere dialogar con Rusia o Japón y busca la fractura de la Unión Europea. Solo seguimos siendo atractivos para América latina y los pueblos africanos y del próximo oriente que, cercados por los conflictos bélicos o huyendo de la hambruna, se acercan a nuestras costas buscando la remisión de sus graves problemas.

La precedente reflexión se demuestra fácilmente con un ejemplo. El PIB medio europeo representaba el 40 por 100 del norteamericano tras la Segunda Guerra Mundial. En los años ochenta del siglo pasado se había recuperado hasta el 80 por 100. En estos momentos está por el 70 por 100. Esto es, hemos retrocedido económicamente a niveles de hace medio siglo. Es cierto que Alemania, motor de la economía europea, ha debido afrontar un proceso de unificación tras la caída del Muro de Berlín, pero también hay que tener en cuenta que la recuperación americana ha sido más rápida tras la última crisis económica.

La Unión Europea pasa por el momento más delicado desde su nacimiento. No solo no acabamos de reponernos de las graves consecuencias de la última crisis económica, sino que de nuevo están apareciendo los nubarrones de una recesión o, cuando menos, de un periodo de débil crecimiento. No podemos prescindir de las políticas de austeridad pese a los efectos positivos de la política monetaria seguida por el Banco Central Europeo. No sabemos o no podemos superar la crisis humanitaria provocada por los refugiados que huyen de zonas de conflictos. Y los nacionalismos y populismos, alentados por eurófobos, xenófobos y eurocríticos, siguen creciendo (no debemos minusvalorar los resultados de las últimas elecciones en Holanda).

Con estas perspectivas, Europa navega sin rumbo. Falta liderazgo. Desaparecida la generación de los padres que edificaron los cimientos de la actual unión, parece que solo políticos mediocres y burócratas de oficina gobiernan el timón. Las instituciones europeas, salvo el BCE, están desaparecidas. Candidatos a futuros líderes nacionales, críticos con la situación actual, se despiertan enfangados con escándalos de corrupción. Podíamos seguir. Pero prefiero terminar con el profético diagnóstico que ya hiciera Ortega y Gasset en la primera mitad del siglo pasado: «A mi juicio, el síntoma más elocuente de la hora actual es la ausencia en toda Europa de una ilusión hacia el mañana».