TLta naturaleza, el clima y el monte nos han ofrecido, hay días, espectáculos bellísimos. Y no por vistos otros cientos de veces dejan de serlo. Un día de niebla en el campo. ¡Cuidado! No una niebla cerrada que impidiera el legal ejercicio venatorio. Bien está que nos contuviera junto a la fogata un buen rato, a primeras horas de la mañana.

Pero luego se alzó y se quedó ahí arriba, cubriendo la bóveda celeste e iluminándonos con esa luz gris metálica y misteriosa. Además, la quietud. El viento, el céfiro y la brisa se fueron a por uvas y nos dejaron en un ámbito inextricable de sosiego, calma y serenidad.

A las primeras de cambio, ahí en el Brujas, ese arroyuelo estacional, el conejete quiso pasarme de largo y lo preparé para el empiole; pero tres perdiganas astutas me entraron, encina en medio, y cuando quise tirarlas ya iban en Pekín: dos tiros tontos, producto de la frustración.

Lo grave vino luego, cuando cazamos al salto esa mano que le servimos a los muchachos. La muestra que me hizo Ari fue de campeonato y yo, atontado, me comporté como un primalón embobado, que no hubiese cazado nunca conejos a perro puesto. Que lo cuente mi compañero de fatigas, Pedrito Durán , testigo de mil lances en aquellos años gloriosos, ¡ay dolor!, que nos robó el inexorable pasado.

Me acerqué tanto a la perra que tiré el conejo precipitado y demasiado cerca. El caso es que lo fallé estrepitosamente ¡por las barbas de Vulcano! Esas cosas no se hacen a estas alturas de la temporada y de la vida.

El alivio a la desazón vino luego, en la cuenca seca de ese venero que baja hasta Los Molinos. A JF le entró, desde abajo, un perdigón al cual le dejó los dos tiros traseros y entró en mi radio de acción. Bellísimo disparo y consiguiente satisfacción, tanta que sólo el que lo probó, lo sabe, como decía Lope . Y ahí mismo llegó la zorra: Vista y no vista. Le asesté un tirascazo que la agarró bien, pero dejé de verla en ese suspiro. Le llegó, malherida, a JF, que la fulminó.

Y la niebla ahí, en las alturas. A mediodía se abrió algo el firmamento, pero mediada la tarde volvió de nuevo a verse en lontananza. Al fin y a la postre la jornada cinegética nos dejó la variedad de sus sabores. Aparte la indiscutible belleza del panorama y de la íntima dicha por el lance feliz, añadamos el resquemor de haberle dado una pésima clase a la pobre Ari que, seguramente enfadada por el fallo a la hora de cobrar la perdiz, dio con ella pero me miró, la dejó en el suelo y no quiso traérmela a la mano. Estas cosas de la caza-