Médico

Es verdad que el ser humano tan pronto nos parece un semidiós como un primate salvaje. Somos unos seres bastante equívocos, eso es así. Aunque, en realidad, quizá no seamos tan mala gente como se suele afirmar por ahí. Simplemente un poco estúpidos. Algo que nos lleva a tener comportamientos bastante paradójicos en nuestra relación con los perros, por ejemplo.

En todas las culturas, en todos los países del mundo, no existe un monumento funerario en el que no aparezca un perro como símbolo de la fidelidad. Pero nuestro reconocimiento para con estos serviciales animales ha dado secularmente para poco más. Seamos sinceros, no es una verdadera amistad lo que nos une sino una vergonzante relación de servidumbre. ¿A qué viene eso del mejor amigo del hombre? Quiero decir que se trata, por lo común, de una relación bastante interesada, la de facilitarnos compañía, y, aun así, basada, a trancas y barrancas, en engaños y sobornos afectivos.

Afirmar, por lo tanto, que es el mejor amigo del hombre, aunque sea únicamente porque nunca nos pedirá nada, no deja de ser una demasía. En sus pupilas asoma la tristeza de quienes, generación tras generación, lamieron en vano. Nunca llegamos a conmovernos como es debido con la solicitud y el generoso desprendimiento de ese podenquillo hambriento que deposita a nuestros pies la pieza de caza.

Ni con la tenacidad inquebrantable del perro vigilante que cela, noche tras noche, nuestros sueños. Ellos nos domesticaron --no es verdad que el hombre domesticara al perro; sucedió al revés--, cuando perdimos la vida arbórea.

Nuestro ascendiente bajó del árbol para usurpar el puesto de jefe de la manada. Ni más ni menos. Y esa felonía marcó para siempre las relaciones.

Desde luego que hay perros que contribuyen malamente a mejorar la entente. Me refiero a esos animales, con una carta genealógica intachable, perros con mucho pedigree, presuntuosos, de una fatuidad insufrible, seguros de sí mismos. Son perros vanidosos y narcisistas. Yo tengo uno. No me gustan, qué quieren que les diga. Otros, en cambio, sin pedigree ni carta ni nada, perros humildes y buenos, absolutamente fieles a sus amos, incluidos los de amos pobres que eso sí que tiene mérito. Me refiero, estos últimos, a esos perros que su dueño viste y calza pero que han de procurarse el alimento por su cuenta. Acomodaron su espíritu a la precariedad de manera que son más listos que el hambre, nunca mejor dicho.

Sus hocicos húmedos y arrugados iguales, casi con seguridad, al de sus dueños, están prodigiosamente estimulados por las carencias nutricionales y afectivas. Vivaces, inquietos, son esos perros alforjeros que, en las monterías, alivian en un santiamén, la fiambrera del cazador distraído. Desde luego que esta estirpe de canes cuenta con mis máximas simpatías.

Pero, no crean, también esos chuchos, dicho así, despectivamente, tienen algo de sangre azul. En su ascendencia siempre encontraremos algún perro noble venido a menos. Un perro de capital, tal vez, abandonado a su suerte, que encontró lejos de su tierra un nuevo acomodo. Sacrificó su elitismo para integrarse en otra comunidad más prosaica. Un buen día sucumbiría a los hechizos de una hembra plebeya y... Qué quieren que les diga. Voy a cambiar mi perro noble por uno de estos perros curtidos en mil contratiempos. ¿No les parece? Tengo la convicción de que, incluso, como confidente mudo, me resultaría más ventajoso. He oído decir, además, que los dueños acaban pareciéndose a sus perros. Y a mí no me gusta de poder llegar a parecer un noble. ¡Qué caramba!