Llegó a tu casa un día muy frío de febrero. Lo trajo tu hija sosteniéndolo en sus brazos, como se sostiene a los bebés para acunarlos. En realidad era un bebé de perro que tendría dos meses, una pequeña criatura de pelo negro con marchas color canela en el contorno de los ojos y alrededor del hocico. Tu hija puso la cara de pena más compungida que has visto en tu vida, a la vez que te suplicaba que os quedarais con ese perrito de una camada de siete que había parido Tula, la perra mestiza de una amiga suya. «Yo lo cuidaré papá, te lo prometo». «No». «Pobrecito, si no nos quedamos con él, lo sacrificarán». «No», esta vez tu negación fue menos contundente. «¿No te da pena?», tu hija dejo caer unas lágrimas. «No», mentiste.

Transcurridas unas horas tu hija jugueteaba en el centro del salón con Pipo, nombre que ya había puesto al perrito. Cuando llegó tu mujer a casa, se repitió la escena que habíais tenido tu hija y tú. Tu hija hablaba para suplicar obstinadamente la compasión de su madre; tu mujer hablaba para manifestar su continua negativa a tu hija. El caso es que el día siguiente Pipo dormía plácidamente en una camita de perros que habíais comprado en una tienda de animales.

Hoy Pipo habría cumplido dos años. Medía sesenta centímetros de alto y tenía un pelo negro largo y brillante. Sus manchas color canela se habían extendido. No era de una raza determinada, aunque vosotros decíais que era un «ovejero», porque se parecía a un perro que visteis en una película, al que el dueño calificaba de la raza «ovejero». Hace tres meses, a las pocas horas de sacarle para que corriera en el parque y se relacionara con otros canes, comenzó a vomitar sin motivo aparente. Lo llevasteis a la clínica veterinaria y os dijeron que había ingerido comida envenenada. No pudieron salvarle la vida.

Al igual que Pipo, son muchos los perros que mueren envenados. Supones que sus envenenadores lo hacen para manifestar su protesta contra el cúmulo de heces de perros en aceras y parques. Si esa es la razón, deberían pensar que el perro no es el responsable, sino el dueño. Y esos dueños despreocupados e incívicos deberían preguntarse si son dignos de tener un perro.