La identidad humana posee múltiples aspectos. Va más allá de la simple identidad orgánica (esa que nos identifica como animales). Más que código genético las personas tenemos un vasto ‘programa’ de conductas aprendidas, que es el que conforma nuestra identidad cultural, haciéndonos partícipes de un determinado grupo social, de su idioma, sus tradiciones y creencias. Para el nacionalismo este tipo de identidad representa algo fundamental. La comunidad cultural -se afirma- es el caldo donde se cuece la identidad personal; el individuo es, originariamente, un producto social. Por ello (y dado que en la ‘metafísica’ nacionalista lo originario equivale a lo más importante) las personas son, fundamentalmente, parte de una nación o pueblo (son esencialmente españolas, catalanas, etc.).

Que la esencia de las personas se identifique con formar parte de una comunidad determinada invita a pensar a algunos que, a viceversa, dicha comunidad también participe esencialmente de los rasgos que distinguen a las personas: la libre voluntad (en clave nacionalista: «nuestro modo especial de ser») y el entendimiento (ídem: «nuestro modo especial de interpretar el mundo»). Y que, por ello, los pueblos y naciones puedan entenderse como sujetos políticos soberanos (algo que, por principio, parece sensato restringir a las personas).

Ahora bien: ¿hay modos de ser persona más allá de pertenecer a una comunidad o nación determinada? Desde luego. Es más: diríamos que ser persona consiste, precisamente, en liberarse de esa relación de pertenencia. El ser humano es infinitamente más que una suma de naturaleza y cultura. Posee una dimensión moral y racional que le empuja a valorar y pensar más allá de toda determinación genética o histórica. La única determinación esencial del hombre consiste en carecer de ella, o en desconocerla, y en estar, por ello, destinado a buscarla.

La identidad humana no consiste estrictamente en un ser ni en un estar (ni un ser que se defina por su estar en ningún sitio), sino en un hacerse siempre inquieto. La identidad, en lo seres que se saben incompletos, no es un principio estático, sino dinámico; un deseo de identificarte con lo que te es extraño pero que, si lo miras sin demasiado miedo (o con algo de amor), te acaba desvelando ese fondo entrañable que eres tú mismo. Sumar identidades es la forma humana de crecer. Y cuanto más otro y extraño sea aquello que asimilamos, más y mejor crecemos. Amar tu tierra está bien, pero amar, tanto o más, la tierra de tus antípodas te hace mucho mejor persona.

Si la identidad de los seres humanos consiste, esencialmente, en esa capacidad de valorar y pensar que les empuja a buscarse en los demás (en formas de vivir que, por extrañas, obligan a evaluar y enriquecer la nuestra; y en razones que, por contrarias, obligan a pensar y mejorar las propias), entonces todos los seres humanos somos iguales. No ya solo porque las capacidades de valorar y pensar (es decir, la moralidad y la racionalidad) sean comunes a todos los hombres (seamos de donde seamos y hablemos el idioma que hablemos), sino también en cuanto para desarrollar nuestro mundo de valores y de ideas la ‘diferencia’ no es el término de la identidad humana (como afirma el nacionalista), sino el comienzo y el motor de su búsqueda.

Si todos los hombres somos esencialmente iguales, a todos deben corresponderles los mismos derechos y el mismo grado de soberanía política. Restringir esta igualdad en nombre de diferencias y derechos atribuibles a entidades (como los pueblos o naciones) que no solo no son personas, sino que ni siquiera representan rasgos relevantes para la identidad de las mismas, es irracional e inmoral. La motivación del nacionalismo no es más que la transferencia de poder y riqueza hacia nuevas élites económicas, y su justificación una confusión de la realidad con ciertos mitos edénicos, de lo fundamental con lo originario, de la persona con su circunstancia, y del Pueblo con ‘los pueblos’. La justicia es un asunto moral y, por tanto, de personas. Pero los pueblos no tienen moral, tienen costumbres, y la costumbre es solo el referente originario -no el fundamental- de la palabra ‘moral’.