TEtn sus homilías dominicales con motivo de la fiesta del Corpus, los cardenales Antonio María Rouco y Antonio Cañizares volvieron a arremeter contra un Estado en el que no existe una auténtica libertad religiosa, empeñado en declarar la muerte de Dios, promotor de un laicismo excluyente y agresor de la familia. A estas alturas no sorprende la reiteración de las infamias por parte de jerarcas de una religión que tiene como mandamientos divinos los de no mentir y no usar el nombre de Dios en vano. Hace unos meses ya proclamaron con absoluta impunidad que en España no se respetan los derechos humanos y se quedaron tan campantes. Lo que sorprende de verdad es que el Estado no reaccione frente a las injurias. Lejos de eso, nuestro embajador en el Vaticano anima a los contribuyentes a marcar la cruz en la casilla de la Iglesia en la declaración de la renta.

La Iglesia católica vive en España una situación de privilegio que es paradigma en el mundo. Y contra lo que su propaganda pretende demostrar esa situación no ha mermado un ápice en los cuatro últimos años de gobierno socialista. Todo lo contrario, ha sido este Gobierno el que ha incrementado la asignación tributaria, ha mantenido la enseñanza de la religión católica en la última Ley de Educación y ha negociado con la Iglesia la polémica asignatura de Educación para la Ciudadanía, algo sorprendente. Además, ha mantenido algunos ritos que difícilmente casan con un país laico como los funerales de Estado o la ceremonia de promesa o juramento del presidente y sus ministros ante la Biblia y un crucifijo. Si ha sido por respeto acrítico o con intención de apaciguamiento poco importa, porque la respuesta de la jerarquía católica en la calle, en los púlpitos, en la radio que controla, ha sido de descarada fiereza.

La vicepresidenta del Gobierno anunció como uno de los objetivos fundamentales de esta legislatura profundizar en la laicidad del Estado. Cada proclama cardenalicia hace que ese objetivo no sólo sea necesario sino, además, urgente. Es una tarea de envergadura que quizás requiera retocar la Constitución y los acuerdos con la Santa Sede. Mientras tanto es exigible que cada ofensa sea respondida con la misma vehemencia que emplea el Gobierno con otros actores de la vida pública. Los españoles, incluidos muchos ciudadanos que se confiesan católicos, ya han hecho su trabajo de emancipación y viven su vida sin sentirse concernidos por las proclamas más extremas de la jerarquía de la Iglesia en materia moral o política. Ahora toca a quien toca hacer el suyo. La magnitud de la reacción no será mayor que la que hemos soportado hasta ahora como una pesada cruz.

*Periodista.