Los datos provisionales de población empadronada en España que facilitó el pasado martes el Instituto Nacional de Estadística concretan en cifras una sensación generalizada entre la ciudadanía: que el peso de la inmigración es cada vez mayor y que contribuye a un crecimiento demográfico que las alarmantes cifras de natalidad locales hacían cada vez más improbable. Según los datos recogidos hasta el 1 de enero del 2006, los extranjeros ya son el 8,7% de la población de España: 3,88 millones de un total de 44,39 millones. Y, lo que es más importante, el 78,9% de ellos tienen menos de 45 años: savia nueva para una población que avanzaba peligrosamente hacia el envejecimiento. Los beneficios para la economía española y las arcas del Estado, sobre todo a largo plazo, son indiscutibles, pero no hay que olvidar el corto plazo y algo que no por incómodo se puede obviar: la desconfianza de los autóctonos, su temor a una invasión. En este sentido, toda la pedagogía que se haga para evitar recelos mutuos será poca. Extremadura, afortunadamente, está a salvo de estos recelos y sólo muy excepcionalmente ha habido casos, y éstos aislados y motivados por actitudes personales, en los que se rechace al inmigrante. También es cierto que ésta es la región en que el peso de la inmigración (un 2,5%) es menor. A pesar de ello, los 1.300 inmigrantes que se han incorporado al padrón son los que han permitido que Extremadura no muestre un saldo poblacional negativo, puesto que durante el 2005 sólo hay 600 extremeños más que en el 2004.