TSti la exigencia de sinceridad fuera norma éticamente obligada en los titulares periodísticos, los diarios tenían que haber titulado así la reciente muerte del rey Fahd de Arabia Saudí: "El rey ha muerto. ¡Viva el petróleo!".

Ignoro si el óbito del poderoso monarca fue acogido con mucho pesar en las presidencias y las cancillerías occidentales. Oficialmente, consta que hubo consternación y en gran medida. La prueba está en las jornadas de duelo decretadas por muchos países, incluida España, y en la nutrida representación de estadistas, presentes en las exequias.

De lo que sí hay constancia es del grado de inquietud que la muerte del rey Fahd desencadenó inmediatamente en los mercados bursátiles, especialmente en el capítulo petrolero. Felizmente, no pasamos del susto. La prensa de ayer destacaba la sólida reacción de las bolsas y el mundo volvía a respirar tranquilo.

Lo ocurrido demuestra el estado de obsesión colectiva a que nos aboca la fragilidad de un sistema montado sobre las torres petroleras del desierto. El mundo temblaba por la defunción de un hombre que desde hace 10 años ya no ejercía funciones reales, pues por enfermedad las había cedido a su hermanastro Abdalá, el sucesor y ahora rey, miembros ambos de una dinastía en la que hay decenas de príncipes de repuesto, inscritos en la línea de sucesión y que a sus poderes infinitos suman la tutela de Estados Unidos y de su presidente, sea quien sea. La Arabia de los Saud es la aliada incondicional y mimada de Washington, a la que todo se le perdona.

El susto por el fallecimiento del rey Fahd demuestra el grado de desquiciamiento a que hemos llegado. Si hubiera suficientes especialistas de los nervios, lo mejor sería que nos viera el médico. A lo mejor, lo nuestro todavía tiene solución.

*Periodista