La banalidad de tinte rosado suele no tener fondo. "La prometida tiene piernas", titulaba ayer Carmen Rigalt, el despiece de su crónica de El Mundo. Y se arrancaba así: "Era el objetivo de muchos comentaristas que ayer se desplazaron al Congreso en el 25º aniversario de la Constitución: saber si Letizia Ortiz tenía piernas dentro de los pantalones. Y resulta que sí. Se supo cuando descendió del automóvil..."

En contraste, el académico Fernando Lázaro Carreter volvía a alertar en El País de otras banalidades perpetradas contra la palabra, escrita o dicha, y hacía luz sobre un término novedoso, el de dolinas: "No tiene origen inglés otro vocablo hoy bastante usado por razón del AVE a Zaragoza, en cuya vecindad están saliendo hoyos traidores. Nunca pudo sospechar nadie que el suelo de mi heroica ciudad fuera tan valioso y reposara sobre una gran rueda de queso emmental hasta que mis paisanos geólogos denunciaron cívicamente la existencia de dolinas: eran cosas que ponían en peligro de convertir el gozo del tren en un pozo... Se trata de una voz documentada en Francia desde fines del XIX, procedente del serbocroata dolina, y acogida por las lenguas eslavas y por el francés para designar una excavación circular cerrada, cuyo diámetro es variable y puede alcanzar centenares de metros. Sería grave omisión olvidar que su naturaleza es kárstika", palabra que describe "una formación caliza erosionada por la acción del agua. Quede, pues, conjurado el error de sospechar que, por habernos caído a los zaragozanos la china, dolina es vocablo baturro".