Vuelvo a Antes de que se me olvide, las memorias de José Martínez de Sousa, en las que leo un simpático fragmento dedicado a Marcial Lafuente Estefanía, autor de Bruguera, editorial en la que el lexicográfo trabajó hace décadas. Este autor de novelas del oeste tardaba 24 horas (no seguidas) en escribir cada obra siguiendo una inalterable fórmula narrativa. Tan monótona era su propuesta, que una correctora, nueva en la empresa, dio la alarma de que el manuscrito de Marcial Lafuente que le habían dado a corregir ya lo había entregado revisado la semana anterior. Entonces tuvieron que explicarle que todas sus novelas eran casi iguales.

Pero ¿quién puede afearle algo a Lafuente Estefanía? Más bien lo contrario: consiguió que numerosos lectores acudieran a los quioscos de prensa para intercambiar sus novelas con otras personas.

Resulta candoroso tanto esfuerzo para leer una y otra vez la misma narración con distinto título, pero supongo que muchos grandes lectores de hoy pasaron sus primeras páginas gracias a esos pistoleros que --como recuerda Martínez de Sousa-- reaparecían en la novela aunque hubieran muerto en capítulos anteriores.

Me solidarizo, desde la distancia, con estos lectores aficionados a los pistoleros de quita y pon. Aún veo a algunos de ellos, por lo general señores mayores, sentados en algún banco mientras leen sus ajados libros. Son lectores despreocupados, poco ambiciosos si se quiere, pero precisamente porque lo son convierten la lectura en una actividad lúdica y sincera, ajena a modas pasajeras o a postureos intelectuales.

Estos lectores residuales de las novelas del oeste se ahorran las presentaciones de libros, el marketing de un semanario cultural o los sabios consejos del librero.

Solo quieren una cosa: leer la misma historia de vaqueros una y otra vez, tratando de manera inconsciente, creo yo, de aferrarse a una España en rústica que ya no existe.