Este es un mundo lleno de errores. Le dan un premio Oscar a una película que no lo ha ganado, ponen en libertad a hombres que acaban asesinando a sus exparejas, se muere de leucemia un joven de veinte años que se bebía la vida a borbotones, eligen de presidente del país más poderoso del mundo a un hombre a quien el colegio médico tacha de loco narcisista. Y, por si fuera poco, los árbitros se equivocan --a decir de san Piqué-- a favor del Real Madrid, que ya es mala suerte para alguien, como le ocurre al defensa del Barça, que además de santo no se equivoca nunca. («Puedo perdonar todos los errores, menos los míos», dijo Catón).

Demasiados errores para que todo pueda ir razonablemente bien. No es de extrañar que tantas personas busquen un orden cósmico, político, alimenticio, religioso o paranormal que consiga ajustar todas las piezas del puzle. No es de extrañar que algunos deseen abandonarlo todo para viajar sin retorno a Marte a bordo del proyecto Mars One, o en su defecto a alguno de los planetas recién descubiertos con los que los científicos nos agasajan una semana sí y otra también. Si tenemos tantas ganas de descubrir planetas aptos para la vida es porque la que aquí disfrutamos --o más bien sufrimos-- es de mala calidad. La tentación de habitar un planeta virgen que no conozca la miseria del ser humano es inevitable.

Sí, deberíamos mudarnos a otro planeta ajeno a la avaricia, la maldad, el hambre, la leucemia, un lugar donde no haya padres que asesinen a sus hijos pequeños. Un planeta regido por el orden y no por el prozac, donde no haya enfermedades ni absurdos muros antipersonas. Pero mientras encontramos otro planeta habitable, habrá que conformarse con este, caprichosamente el único dotado para auspiciar eso que, con todos sus defectos, llamamos vida.

Debería consolarnos el privilegio de ser, hasta la fecha, los únicos desnortados del sistema solar.