Dramaturgo

Una visita a Plasencia te reconcilia contigo mismo y es un soplo de aire puro en medio de este erial semitóxico en el que hemos convertido nuestras aspiraciones (literarias, económicas, deportivas, etcétera). Dejando a un lado el viaje desde Badajoz (porque tiene tela) cada minuto en la ciudad del Jerte es una delicia, sobre todo si la llegada coincide con un ocaso otoñal lleno de rumores de cauce limpio, de olores a historia y a hogares calentándose para recibir al invierno, y brillos dorados que pregonan nobleza y señalan las rutas por las que marchó el penúltimo amor, el penúltimo escalofrío. Si encima uno tiene el privilegio de ser recibido por las gentes del Ateneo, de su grupo de teatro y los amigos múltiples que conserva allí, mejor que mejor.

Plasencia es el aleph extremeño, la clave para descifrar muchos enigmas que cubren nuestras señas de identidad. Caminar hasta Santa María en la noche húmeda de noviembre observando las fachadas, los callejones y las sombras que se cruzan, es un ejercicio de lucidez. Escuchar nuestro acento extremeño con ese tinte de frescura propio y la calidez precisa que invita a la conversación y despierta la amistad, es otro ejercicio impagable. He tenido la suerte de conocer a personas como Gonzalo Hidalgo, Paco Valverde o Alvaro Valverde, entre otros, y puedo afirmar sin exageración que son los mejores conservadores que conozco, a los que debo añadir a los amigos del Ateneo, a su excelente grupo de teatro (actrices de solera) y a quienes saben hacer de un viaje relámpago, de una visita corta, un trago largo que deja un poso agradable y te engancha para estar volviendo siempre a Plasencia (a pesar de la carretera).