Vuelve a ser motivo de preocupación y de recelo la admisión de alumnos en centros públicos, y tiene su lógica porque todos queremos llevar a nuestros hijos al mejor colegio posible, al que más servicios tenga o al más cercano. El problema radica, como todas las cosas de la vida, en la ley de la oferta y la demanda y la necesidad de baremar las circunstancias personales o familiares del alumno para que el proceso sea lo más justo posible. Aunque todos sepamos que es injusto.

Injusto porque la renta familiar nada tiene que ver con que mi hijo asista a un colegio distinto al que todos sus amigos del barrio asisten porque sus padres cobren más o cobren menos.

Injusto porque si la educación es obligatoria la Administración debiera ofertar un número suficiente de plazas dentro de la zona escolar donde tengo mi residencia para garantizar al menos un puesto escolar de titularidad exclusivamente pública. Por cierto, deberían ser los ayuntamientos los que se cercioararan de la veracidad del documento que expide y no la Consejería de Educación pues habrá fraude pero más si es tan fácil como comprar dos tomates, que viene a salir por el mismo precio.

Injusto porque el plan de urbanismo de los ayuntamientos debiera reservar espacios educativos y centros de titularidad pública reales sin priorizar el valor del suelo y nunca cubriendo el expediente habilitando terrenos municipales para centros escolares en aquellos sitios donde el suelo es más barato en detrimento de otros donde el suelo es más caro ya que si tienen que dejarlo para terreno educativo al menos que se lo paguen bien, es decir, centros concertados o privados. Esta es la principal causa de las dificultades para repartir equitativamente al alumnado y no otra, barrios altos y bajos.

Injusto porque la Administración, aun consciente de esa injusticia, tiene que crear un baremo para ajustar la demanda a las plazas existentes.

Injusto porque no existe la libertad de elección de centros; sencillamente es una quimera.