Acostumbrado a escuchar (y compartir) las quejas del aislamiento y olvido que sufre Extremadura, la primera (y única) vez que estuve en Canarias me sorprendió encontrar una actitud muy parecida. Uno, que veía las Islas Afortunadas como eso, con playas y buen tiempo todo el año, tuvo que constatar que, si de periféricos y olvidados pueden quejarse algunos españoles, son los de Canarias, destino turístico de media Europa pero con índices intolerables de paro y pobreza, lo cual no extraña: basar una economía solo en el turismo sirve para enriquecer a cuatro grandes empresarios y condenar al resto a sueldos bajos y empleos precarios. Mientras, la cesta de la compra es la más cara del país en relación a la renta, y en el resto de España apenas nos acordamos de esa región salvo como lugar de vacaciones.

Todo esto lo sabe bien Miguel Pérez Alvarado (Las Palmas de Gran Canaria, 1979), quien estuvo esta semana en Mérida participando en un curso de verano de la UNED. Tras más de una década en Madrid trabajando en el ámbito de la cooperación internacional, regresó a su isla natal, en la cual nunca dejó de residir de algún modo, como otros poetas canarios. Su libro Tras la diástole enunciaba una posible teoría del viaje entre la península y las ínsulas donde se anclaba su escritura poética desde su primer libro, Teoría de la luz (2001), que proponía el tan distinto paisaje insular como lugar predestinado para una poética de la desnudez, lo inaugural y el deslumbramiento. Su segundo poemario, Levantado templo (2011), hacía alusión a la promesa de Cristo de que si destruían «este templo» él lo levantaría en tres días, refiriéndose a su propio cuerpo, y marca la conformación de una poética propia basada en «una tarea inacabable: pensar con el cuerpo», soma hipersensible a las sensaciones del paisaje, del hogar, y del amor.

Tras varios años de maduración, acaban de salir dos libros de Pérez Alvarado: Ala y sal, publicado en Madrid, y Abra, en Gran Canaria. El primero, empezado a escribir en 2011 (los plazos editoriales son largos, más en esta sociedad de lo instantáneo) es casi coetáneo de Levantado templo, y toma como arranque otra imagen bíblica, la de la mujer de Lot convertida en estatua de sal. Por su parte, Abra (término que define una pequeña bahía pero que alude a la vez a lo abierto), comenzó a escribirse en Madrid, pero ya «en la inminencia del regreso a las Islas». En «Jonás expulso», se ve como aquel profeta arrojado a la orilla tras el viaje en el vientre de la ballena. Como resucitado, busca de nuevo sus referencias mediante un recorrido por la geografía grancanaria. Así, «caminar hasta la extenuación las crestas del cráter» por la Caldera de Bandama le sirve para tantear e ir reconociendo su entorno.

En esta poesía late una hondura de pensamiento (hay que leer también su libro Abordajes, en colaboración con el filósofo Iker Martínez) que se opone al dualismo platónico y que traza constantes paralelismos entre las sensaciones corporales y la escritura, como al comparar el acto de zambullirse en el agua esquivando «la maraña de algas» con el golpe de un poema que esquiva «los sebadales de la lengua», los tópicos y lugares comunes. A lo largo del libro se va vislumbrando una poética que es también una ética de la vida en contacto con los elementos primordiales, en arraigo paradójicamente abierto.

*Escritor.