Filólogo

Se quejan los cacereños del parco y casi desaliñado alumbrado navideño y se quejan del tacaño espíritu colaborador del pequeño comercio: por no aportar una exigua cantidad, ciertas calles van a estar, durante las próximas fiestas, sin la tradicional iluminación.

Hace tiempo nos preguntábamos por los criterios para iluminar unas calles u otras. Ahora ya sabemos que en parte se debe a la escasa generosidad de esos vecinos comerciantes a quienes visitamos a diario para dejarles buena parte de nuestro jornal; comerciantes, al parecer, más en succionar que en prestar un servicio radiante.

Una calle iluminada es una calle que quiebra la apatía del peatón y atrae la atención sobre sus tiendas y los productos expuestos. Es decir, incita y excita al homo económicus, lo que convierte a la iluminación en una primera regla del avispado y espléndido negociante.

Este era un año para sentirse rumboso y manifestarlo tras haber sido aprobado en los presupuestos del año próximo el alivio de la carga impositiva con la exención del IAE; alivio que supondrá que los demás --y si no al tiempo--, tendremos que aportar mayor cuantía a las arcas municipales para subvenir al pago de los servicios comunitarios.

Esperamos que esa bajada de impuestos mejorará los servicios y repercutirá en los precios, nivelando de algún modo las incontroladas subidas, que a través de un liberal redondeo al alza, padecemos. Navidad, más que nada por la caja que proporciona a los comerciantes, no parece el tiempo más propicio para pecados veniales de tacañería y mezquindades ni tiempo para dejar a las gentes a dos velas.

Por desgracia, sí parece el tiempo de que algunos dejen al descubierto el escaso sentido social que tienen de la profesión y el mínimo interés por el entorno en el que desarrolla su actividad.

Ciertamente, en el comercio, faltan luces.