Los resultados en las elecciones británicas de esta semana vienen a sugerir una vez más que eso del «cálculo político» es un oxímoron o, como mínimo, que a los gobernantes de hoy les falta aptitudes para echar cuentas. Por algo quienes fallábamos en matemáticas nos alejamos del rigor científico hacia otros oficios más relacionados con la charlatanería.

A la primera ministra británica en funciones, Theresa May las cuentas no sólo no le han salido a sumar, tal y como esperaba, sino que se ha empequeñecido, dejando su carrera política bien tocada. Sólo el sentido de Estado de sus compañeros de partido hace que no esté hundida. La que se creía sucesora de Margaret Thatcher puede compartir con ella sus ansias liberales depredadoras, pero en nada su visión de estadista. Ahora le tocará apoyarse en los Unionistas de Irlanda del Norte, un partido conocido en las islas por su homofobia, sus ideas antiabortistas y su propensión al fundamentalismo cristiano, con destacados representantes defendiendo, por ejemplo, el creacionismo. No en un sentido metafórico, no. Como historial real. Con Adán y Eva, su serpiente y su manzana.

Y ahora este partido puede convertirse en clave para el futuro gobierno del Reino Unido. El mal cálculo político de May que repite el error de su predecesor, Cameron, al intentar usar las urnas en beneficio propio y fracasar es una muestra de que el voto es caprichoso e impredecible.

Ocurrió con el Brexit. Ahí está el paradigma del país de Gales. Un territorio bañado por los fondos de cohesión europeos, en el que las placas con la bandera azulada y con estrellas de la Unión abundan en estaciones, universidades, edificios públicos y negocios privados, y que, sin embargo, votó en bloque para abandonar el paraguas de Bruselas, con la única salvedad de su capital, Cardiff.

Los caminos del voto son inescrutables. Los políticos deben cuidarse de utilizar las urnas con irresponsabilidad, porque son un arma que se escapa a su control.

Ese es uno de los mayores encantos de la democracia. También es cierto que a la voz del pueblo nunca hay que tenerle miedo, por muy loca que parezca, porque en él está la obligación de decidir nuestro futuro. Esa es una de nuestras mayores debilidades. A la vez que nuestra gran fortaleza.