Nada como la tecnología y sus fulgurantes avances como medidor para saber si uno está viejo o no. Ha pasado siempre: en los años ochenta, los niños sabíamos mejor programar el vídeo que nuestros padres y eso nos hacía sentir que estábamos por delante de ellos. En casa éramos más de Beta que de VHS, por cierto.

Desde que la vida casi entera se trasladó a internet hemos sufrido también una transformación total en las formas de comunicarnos. Y con ello, un montón de perfectas ocasiones para sentirse oxidado. A mí siempre me ha gustado el rollo de los ordenadores, pero reconozco que me siento ya desfasado con cosas como lo de los YouTubers, esos tipos (casi siempre veinteañeros) que logran que miles e incluso millones de personas sigan sus vídeos sobre los más variopintos temas.

La cosa se ha polarizado tanto que nombres como El Rubius o Dalas se han convertido en ídolos de masas para los jóvenes y difícilmente le suenan a gente como a usted o yo. Y todo su éxito está en que se ponen delante de una cámara y, quizás con algún montajito visual de por medio, se ponen a expresar sus opiniones sobre tal o cual tema. O simplemente hacen bromas o dan consejos. Le llegan muy directo al chavalito medio, que interactúa/vomita con ellos a través de los comentarios. Esa es una batalla que los de una cierta edad ya hemos perdido hace tiempo.

La tentación es meterse con los YouTubers, menospreciarles, tratarles de vacíos, incultos, superficiales o manipuladores. La realidad, para mí, es que son muy inteligentes y que saben poner esa capacidad al servicio de sus tiempos, de su audiencia. Hay que reconocerles que poseen el don con el que sueña todo columnista ‘tradicional’: influir, liderar y hasta sacarle unos cuartos al tema. Hay que observarles, aprender de ellos, escucharles. Al fin y al cabo, programar el vídeo no era tan difícil, ¿verdad?