Muchos son los debates acerca de la necesidad de estudiar o no filosofía en los centros de enseñanza españoles, con idas y venidas programáticas y anuncios vacíos, tan comunes en nuestras leyes educativas.

Sin duda alguna, la filosofía, como amor por la sabiduría es un bien público y necesario, por lo que las dos únicas explicaciones que pueden encontrarse para que un gobernante desee quitarlas son que no desee que el pueblo ame la sabiduría y sea libre o que no fuera una buena experiencia el estudio de la misma en su etapa escolar.

Yo, por naturaleza tendente a pensar en la opción menos mala, me decanto por la opción de que tanto el ministro como Rajoy son unos ineptos, filosóficamente hablando, claro está, y por eso desean eliminarla. Y mi razonamiento, como no puede ser de otra manera en una persona que se gana la vida con ellos en ese «mundillo» de la ciencia, se basa en el desconocimiento que ambos tienen de grandes pensadores de nuestra cultura tan reconocidos como Platón.

Este tal Platón, desconocido para las futuras generaciones si de este gobierno nacional dependiera, decía que somos cuerpo y alma, y que el alma está compuesta por tres partes, algunas menos espirituales que otras. En primer lugar, tenemos un alma intelectiva, de carácter inmortal, alojada en la cabeza, cuya función es la prudencia y el pensamiento. A esta la acompaña un alma irascible, cuya sede está en el corazón humano y encargada de la fuerza, el valor y el honor. Por último, el alma concupiscible, esa que se aloja en el estómago y que cumple funciones básicas.

Lógicamente, no puedo defender teorías propuestas hace 25 siglos y ya superadas como ciertas, pero sí puedo, y de hecho reclamo, defenderlas como explicativas de nuestra propia esencia humana.

Parece que en estos «tiempos del botoncito», como los llama un buen amigo mío, la inmediatez, el acceso ilimitado al conocimiento (eso sí, conocimiento sesgado y de mala calidad), la posverdad (eufemismo de mentira consciente) y la posibilidad de hacer y decir casi cualquier cosa sin consecuencias en esas nuevas plazas del pueblo llamadas redes sociales, nos han hecho perder la sensatez y la prudencia, por aquello de que necesitan tiempo, y con el «botoncito», tempus fugit.

Hemos dejado de lado el alma intelectiva para dar paso al alma concupiscible, y hemos pasado de hacerlo en las barras de los bares y en los platós de ciertas aberraciones televisivas a hacerlo también en la política. Aquella recomendación del fundador de los jesuitas que decía «en tiempos de desolación, no hacer mudanzas», ha quedado en el olvido, y ahora buscamos cambiar, proclamar, suspender, aplicar y anunciar, en mitad de tempestades.

La política del estómago nunca ha funcionado, o al menos, siempre ha sido peor que la política que sale de la reflexión y del honor y el valor. Ni la de los estómagos irascibles e irreflexivos, ni la de los estómagos agradecidos, que siempre son «malos consejeros», según Einstein y que, en algunos casos, nos han llevado a la situación de desidia, indignación y hartazgo actual, pues estos dos tipos de estómagos han hecho multiplicarse los «estómagos vacíos».

Los estómagos inconscientes hunden países y años de sacrificio y esfuerzo de generaciones pasadas, lo agradecidos, partidos políticos enteros, por mucho que cambien nombres, colores, logos o caras, o que se empeñen en mantenerlos como agradecimiento.

El estómago es un buen órgano y un elemento clave del placer, pero solo cuando se trata de dar buena cuenta de los manjares gastronómicos de esta Extremadura nuestra. Dejémoslo para eso, a la política se debe venir reflexionado, llorado y comido de casa.