Profesor

Se nos va el año y, con él, se nos ha hecho viejo el euro, esa mezcla de novedad, pesadilla y juego de niños con que aderezamos todas las conversaciones de las pasadas navidades. A estas alturas, reconocemos los billetes, nos confundimos un poco menos con los céntimos "de oro" y renegamos absolutamente, como nuevos ricos que somos, de los "marrones" que, además, por los cambios de tonalidad, parecen hasta venenosos.

Quienes han salido de España han comprobado que se siente uno menos extraño, o que todo parece más familiar, manejando la moneda única, sobre todo si se visitan dos o tres países en el mismo viaje. Pero algo va mal. El Gobierno, en un alarde de eficacia, ha tenido que resucitar a la familia de muñecos televisivos que le sirvió para hablar de las bondades futuras del euro. Cambiando el tono del mensaje, hartos ya de advertirnos, de regalarnos calculadoras y tarjetas traductoras, ponen en evidencia, insultan solapadamente, dejan en ridículo a quienes "todavía" creen que 50 euros son 5.000 pesetas. Panda de cretinos, vienen a decir. Sólo les falta el cachete, que no sé si lo habrán reincorporado en la Ley de Calidad.

Parece olvidar el Gobierno que su mensaje inicial se centró en quitar el miedo al personal y en crear, sobre todo, el ciudadano-calculadora, enseñándonos a multiplicar por ese número impresentable al que su gestión económica había reducido a la peseta. O en lanzarnos a la desconfianza absoluta entre compradores y vendedores a la hora del redondeo, cuando la obligación del control de la posible estafa era sólo suya.

Nadie advirtió del que, a juicio de muchos, ha sido el gran problema: el paso al manejo diario de pequeñas cantidades nominales que son grandes en realidad: los poquinos, que decimos algunos, esos billetes que desaparecen casi al momento de haberlos metido en la cartera. Pensar en pequeño es difícil cuando llevamos años contando miles para la menor compra o venta. Los céntimos están en nuestra memoria asociados a una larguísima postguerra llena de privaciones y miserias. Nadie quiere volver a ser pobre, como es natural, y las nuevas cantidades nos han transformado en una nueva raza de ricos que, paradójicamente, vuelve a tener problemas a fin de mes.

Y es que pagar 500 pesetas por un kilo de tomates se nos antoja una barbaridad, siendo, como somos, país productor. Pero 3 euros son una minucia, y a ese precio andaban la semana pasada en grandes superficies. Mil pesetas por una copa en un pub cochambroso podría sonarnos a precios de Madrid, pero 6 euros ya es otra cosa, mucho más asequible, dónde va a parar... Y el pan, la leche, los huevos, el bus, todo aprovecha ese desprecio psicológico hacia la pequeña cantidad y va abriendo en nuestros bolsillos dos agujeros por donde se van a chorros los ríos de nuestros dineros, como decía la copla.

Lo malo es que los sueldos siguen siendo de otra época, de la de la peseta. Y el Gobierno tiene que dar pagas extra a los jubilados para compensar su incompetencia.

En los próximos días, estoy seguro que nos va a rebozar las entendederas con el mal de muchos, porque en el resto de Europa ha sucedido algo similar. Pero ya sabemos qué es el mal de muchos: consuelo de tontos. Y si los gobernantes del resto de Europa forman parte de la misma panda de incompetentes, habrá que ir pensando en el recambio, digo yo.

Mientras tanto, más nos vale aprender a tratar con respeto a nuestros maltratados céntimos. Y que el nuevo año venga cargado de ´poquinos´ para todos.