Oiga, que no, que yo no soy machista ni feminista. Yo creo en la igualdad». Esta frase tiene la capacidad de enfurecer a cualquier activista o política feminista que se precie, un perfil que no acaba de digerir cómo millones de mujeres han votado a Donald Trump, el único político que se ha atrevido a humillar públicamente todos los valores del feminismo y del progresismo político. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué Trump seduce y las feministas no?

Deberíamos empezar por explicar que el feminismo --eso que, en principio, era el punto fuerte de la candidata Clinton-- es una maraña bastante compleja de conceptos y teorías que se aglutinan en los denominados Estudios de género (Gender studies), un campo interdisciplinario que, desde los años 60, ha empezado a ocupar cátedras en las mejores universidades del mundo, cátedras que han servido para institucionalizar el feminismo y desarrollar políticas públicas progresistas. En las últimas presidenciales americanas, muchas ciudadanas han puesto de manifiesto con su voto que no se identifican con los valores que representa esa ideología. ¿Por qué ocurre esto? Quizá, porque para identificarse con esos valores sería necesario comprender antes las teorías que se estudian en las facultades de Ciencias Sociales a las que, por el momento, no asiste una mayoría de mujeres y de hombres, los mismos que tampoco ocupan cargos políticos relacionados directa o indirectamente con las políticas feministas. Y no sólo es que el feminismo, como ideología progresista de izquierda, haya perdido la capacidad de movilizar a la mayor parte del electorado. Es que muchas mujeres son indiferentes a las reivindicaciones feministas. Pensemos, por ejemplo, en la demanda feminista del uso del lenguaje inclusivo. Para que una persona se apasione con este debate --y comprenda la relevancia de su alcance-- tiene que haberse formado estudiando la Teoría de los actos de habla de Searle o los Actos Performativos de Judith Butler. Pero, ¿es necesario que así sea? ¿Tan vitales son esos debates políticos?

La semana pasada se hicieron virales las declaraciones de una mujer inmigrante y musulmana que había votado a Trump, avergonzada por las donaciones multimillonarias que Qatar y Arabia Saudita habían hecho a la fundación Clinton. Ante tal situación, no es de extrañar que millones de votantes hayan sucumbido al encanto de Trump y a su pose de macho alfa. Y es que, quizá, piensen que es justo que domine el más fuerte, tal y como ocurre en la naturaleza. Chirbes, en su gran novela sobre la crisis económica, afirmaba que el dinero es lo único que tiene la capacidad de humanizar a los seres humanos. El dinero nos sirve para comprar la inocencia de nuestros hijos, sacarlos del reino animal e introducirlos en el reino moral de los grandes ideales políticos. Sin embargo, como dice un personaje de En la orilla, sólo cuando estás en la ruina descubres que todos los santos días hay que comer. Nuestra sociedad ha quebrado el bienestar y la seguridad de millones de personas. En esta sociedad deshumanizada no puede triunfar ni el feminismo ni cualquier otra teoría humanista que sueñe con un mundo mejor. Seduce mucho más un lenguaje político que hable directamente de lo que realmente es, que nos proporcione herramientas para sobrevivir en un mundo donde solo perviven los más fuertes. Los ideales están de más cuando nos retrotraemos al mundo animal. Después de todo, entre un león educado y refinado y un león fuerte, preferimos al fuerte. Sabemos que los dos cazan y comen carne, pero si de lo que se trata es de cazar y comer, queremos al «mejor cazador». La manada, el bienestar de la manada, es lo que importa. Sobra Simone de Beauvoir, sobra mayo del 68. ¡Qué lejos queda aquel París!