TAt veces, es difícil distinguir entre el postureo y la acción sincera, entre la apariencia y la realidad, entre la forma y el fondo. En todos los ámbitos de la vida podemos encontrar gente que trabaja discreta y eficazmente, pero también a otra experta en proclamar lo poco que hace, multiplicando ficticiamente la realidad de su acción, revistiendo de oro su paupérrimo trabajo para presentarlo como grandioso ante los demás.

No hay que buscar muy lejos para comprobar esta realidad, porque, en cualquier cuerpo profesional o hábitat laboral, abundan tanto las hormiguitas, que llevan la carga del trabajo diario, como las mariposas, que sólo saben aletear exhibiéndose presumidas y orgullosas. Eso sí, hay un campo en que este falseamiento de la realidad, con fines propagandísticos o de autobombo, resulta realmente repugnante e hiriente, y es el de la solidaridad y la caridad. De niño, recuerdo haber escuchado al entonces cura de mi pueblo, a un buen hombre que se llamaba Manuel Galván Gutiérrez , reproducir unos versículos bíblicos (creo que del evangelio de San Mateo) en los que se hacía elogio de la discreción y la humildad, al tiempo que se criticaban la hipocresía y la presunción.

Si la memoria no me traiciona, aquel pasaje del Nuevo Testamento decía algo así como que, a la hora de practicar la caridad, no había que dejar que la mano derecha supiese lo que estaba haciendo la izquierda, esto es: que no había que hacer de la caridad (o de la solidaridad) un acto público. Tristemente, aunque el tiempo transcurre y unas generaciones van sucediendo a las otras, el ser humano sigue incurriendo en la mismas prácticas espurias contra las que predicó, hace ya miles de años, Jesucristo.

Y si no me creen, fíjense un día de estos en cualquier medio de comunicación y verán como parte del famoseo patrio e internacional sigue actuando del mismo modo en que otros lo hicieron hace más de dos mil años en calles, plazas y sinagogas.