Historiador

Sucedía antes con el vídeo. Bueno, puede que también siga ocurriendo, aunque no con tanta fiebre. Te lo cascaban los amigos, familiares, conocidos, para mostrar al niño que acababa de nacer, o en la primera comunión, la fiesta de graduación, el casamiento...

Lo ponían en la escuela al grupo de alborotados niños, mozalbetes, con la película grabada de la tele, o los documentales, o incluso tomas del mismo centro, y a volar.

Y venga a meterlo como apoyatura en charlas, mesas redondas, conferencias, que al final se limitaban casi a dejarnos los ojos mirando la pantalla, fatigados, aburridos.

Ahora le toca al power point. Dejamos atrás las empolvadas diapositivas, las transparencias del retroproyector, que son como lo antidiluviano y nos damos el toque de lucimiento con el ordenador, el cañón de proyecciones y la pantalla gigante donde salen las letras disparadas, con múltiples colores, las fotos como lluvia de estrellas, el revoltillo de imágenes, gráficos y múltiples gracietas que pueden hacerse con el power point.

Y así, desfondamos a nuestros amigos enseñándoles viajes que sólo al que los hace le emocionan. Mareamos a las concurrencias de los actos culturales, con este espectáculo de alto derroche tecnológico , y nos quedamos tan satisfechos del invento.

El uso del power point, como el del vídeo, primado hasta el punto de no ser un medio auxiliar, un material complementario, una apoyatura, que ha de usarse como licor, como un perfume, sin atropellamiento, en su momento justo... El uso, digo, de estos medios como fin en sí mismo, no sólo distrae la atención de lo básico que se quiere mostrar sino que cansa al más voluntarioso. Hace huir a los más abnegados y fajados en esta guerra del aguante. Es una cursilada de última generación que nos convierte en necios, petulantes, que encima se creen catapultados a la cima de todos los saberes.