Los norteamericanos son célebres por su falta de tolerancia ante las mentiras de sus dirigentes, y es notorio que Nixon fue obligado a dimitir porque mintió públicamente, mucho más que por su comportamiento mafioso. Por tanto, los últimos sondeos que revelan que más de la mitad de estadounidenses creen que Bush alteró o exageró los datos sobre las armas de Sadam, con el fin de llevarles a la guerra, lastran más sus esperanzas de reelección que los fríos datos de sus fracasos económicos o del desastre material y humano causado por la campaña bélica. En EEUU, el que la miente la paga --el perjurio es un delito penado con más severidad que crímenes que nosotros consideramos más graves-- y si el que lo hace se dedica a la política, suele ver terminada su carrera.

Bush pagará un alto precio político por los engaños previos a la guerra, en patente contraste con la impunidad de la que hace gala Aznar cuando ni siquiera se digna a explicar ante el Congreso sus afirmaciones falsas con las que justificó la invasión. Al presidente de EEUU, hasta los senadores de su partido le han abierto una investigación para ver si exageró la amenaza iraquí. En cambio, nuestro presidente cree que no debe rendir cuentas a nadie.