Uno de los elementos tradicionales que distinguen la economía española de las centrales de la UE es el que se refiere a los precios: siempre hay un diferencial a favor de la media comunitaria. En estos momentos, en que los elementos que presionan sobre la inflación --petróleo y materias primas alimentarias-- son mundiales y, por tanto, afectan igual a la economía del resto de Europa que a la española, la distancia es de un punto: 3,7% frente a 4,7%. Está claro que hay factores internos que hacen más cara la vida aquí que en el entorno, los mismos elementos que hacen menos competitiva nuestra producción.

La lógica indica que los responsables de la política económica del país deberían buscar las fórmulas para acabar con los mecanismos, sistemas, vicios, costumbres o lo que sea que hace que nuestra actividad genere más inflación. Es comprensible que también alerten del peligro de la famosa segunda vuelta, sobre el traslado de la subida de los precios nuevamente al sistema productivo a través de los salarios. Pero a la vez hay que exigir la aplicación de medidas y reformas para aliviar esas tensiones.

Uno de los caminos para acabar con la situación es el que emprenden las autoridades de la competencia cuando investigan a empresas sospechosas de pactar precios y políticas comerciales tendentes a preservar artificialmente sus mercados y sus márgenes. Por esa razón, y sin menoscabo de la presunción de inocencia, la iniciativa de la Comisión Nacional de la Competencia (CNC) de expedientar a un grupo de compañías del sector de la cosmética merece aplaudirse.