TPtedro Almodóvar es merecedor de todos los premios del mundo, y del Príncipe de Asturias, que le acaban de conceder, también. Así y todo, convendría no confundir ni mezclar las cosas, pues tan indiscutibles son sus merecimientos por el valor intrínseco de su obra cinematográfica, original y personalísima, como discutible que esa obra haya proyectado la mundo la vera imagen de España y de sus aborígenes en el tiempo de grandes cambios y transformaciones sociales en que ha situado la acción de sus películas, que es lo que viene a decir el jurado del Príncipe de Asturias al argumentar el premio que le ha otorgado.

Lo que Almodóvar ha proyectado al mundo, donde al parecer adoran sus películas, es su mirada personal sobre nuestra tribu, sus honras, sus pompas, sus fantasmas, sus excesos y sus carencias, pero rara vez lo ha hecho con sumisión a la realidad, esto es, a la magia de la realidad. Si los americanos, los franceses o los alemanes creen que nos conocen mejor después de haber visto sus películas, lo llevan claro, pero si creen que conocen mejor a Almodóvar y a su mundillo barroco, freudiano y peripatético, entonces sí, probablemente. Lo que el director manchego muestra a sus semejantes, impelido por la sed de cariño y de reconocimiento que padecen los artistas más si cabe que el resto de los mortales, es su visión de sí mismo, esto es, del efecto que en él, y sólo en, generan las cosas, los demás, el deseo, la muerte, la vida. Otra cosa, claro, es que a los españoles, que salvo una minoría no entiende sus películas ni le entiende a él, les mole que los extranjeros crean que España y ellos son así, o cuando menos, si no en el fondo, en la forma.

Prémiese a Almodóvar todo lo posible, pero por él, y no tanto por la versión que ofrece, tan discutible, de todo lo demás.

*Periodista