La operación llevada a cabo por el Ejército colombiano en suelo ecuatoriano que acabó con la vida del número dos de las FARC, Raúl Reyes, ha intoxicado las relaciones entre ambos países y las de Alvaro Uribe, presidente de Colombia, con Hugo Chávez, jefe del Estado de Venezuela. La convicción colombiana de que, con el apoyo logístico de Estados Unidos, la victoria de la guerrilla es más factible que nunca, unida a la certidumbre de que sus vecinos mantienen algún tipo de acuerdo o complacencia con las FARC, es el argumento que los asesores de Uribe ponen sobre la mesa para quitar importancia a la infiltración en suelo ecuatoriano, pero lo cierto es que, a la luz del derecho internacional, que consagra la inviolabilidad de las fronteras, la operación es difícilmente defendible. Pero no lo es menos la pasividad de Venezuela y Ecuador para impedir que su territorio se convierta en santuario del narcoterrorismo.

El recurso al Tribunal Internacional de La Haya y a la Organización de Estados Americanos (OEA), anunciado por Colombia para poner en evidencia a Chávez, parece tan inadecuado y peligroso como la ruptura de relaciones decidida por el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, y la amenaza de recurrir a las armas hecha por el líder venezolano. Lo cierto es que los tres países, con muy pocos miramientos, han echado mano de la crisis con la vista puesta en los desafíos internos que tienen planteados: el proyecto de Uribe de aspirar a un tercer mandato previa revisión de la Constitución, la crisis económica que Chávez no acierta a domeñar y el reformismo empantanado de Correa. En medio quedan los rehenes que esperan en la selva que se imponga la cordura.