Del verano, como de casi todo, lo mejor son los preparativos, las noches en que te acuestas pensando que en nada llegarán las vacaciones y tendrás todo el tiempo del mundo por delante. Después de un invierno duro y una primavera con ínfulas de agosto, han llegado los buenos propósitos: haré deporte, adelgazaré hasta parecerme a la foto de la primera comunión, pintaré el salón, pasaré más tiempo con quienes quiero, vaciaré el trastero, me sacaré el carné de conducir, aprenderé inglés, o quemaré las noches hasta que se conviertan en días infinitos. El verano es ese paréntesis en que casi todo vale, desde hacer la compra en pantalones cortos y llevar chanclas por las calles de la ciudad, como si estuvieras en la playa, hasta cargarse con una lista agotadora de tareas para las que no has tenido ganas el resto del año. Julio y agosto parecen hechos para los excesos, tanto de las glándulas sudoríparas como de las renovaciones espirituales que luego quedarán en humo. Después, a medida que avanzan los días, el calor se vuelve pegajoso, la academia de inglés resulta aburrida, y el trastero es un laberinto inabarcable, al final del que nos espera un minotauro sudoroso y harto de sangría. Después, la cerveza y la ensaladilla rusa cogen cariño a nuestras lorzas y el deporte se convierte en un propósito para septiembre, cuando empiecen las lluvias y ya no apetezcan cervezas ni chiringuitos. Entonces, habrá que ir pensando en Navidad, pero ahora, acaba de comenzar el verano, y puede que este año sea distinto. O no, qué más da, si lo importante es seguir teniendo hambre de vacaciones y todo el tiempo del mundo por delante.