Vivimos en un tiempo contradictorio. Los problemas globales que nos afectan, desde la inmigración al terrorismo, exigen también soluciones globales, y por eso lo nacional debe ser superado por lo trans-nacional. En esta transnacionalidad está lo moderno, lo nuevo, el futuro de un planeta que no puede seguir compartimentado en los férreos corsés de los siglos XIX y XX. Cada continente se ha convertido en un damero atravesado por líneas rectas, fronteras insulsas y artificiales que impiden el natural desenvolvimiento de las sociedades. Con ello olvidamos que la potencialidad del mundo ya no está en las naciones, sino en la unión de las naciones. Si no queremos naufragar en las tempestades que se avecinan habremos de hacer, tejer, construir, apostar por una verdadera trans-nacionalidad.

Si el futuro está en superar la asfixiante cerca del Estado-Nación decimonónico, resulta que por estos pagos seguimos mirando al pasado en vez de al mañana. No otra cosa es la consulta que Ibarretxe se empeña ahora en celebrar, investido de sangres viejas y esencialismos rancios, de memorias caducas e historias inventadas que pretenden hacer de "los vascos y vascas" --esa ocurrencia cursi-- una nación elegida por el destino para mayores y aún indefinidas empresas. Si todo ello queda envuelto por el vocablo libertad puede pasar por revolución lo que no es más que letanía reaccionaria, flecha contraria al signo de los tiempos. Y es que cuando una palabra, como libertad , se usa tanto y tan mal acaba convirtiéndose en etiqueta huera, carente de significado, comodín absurdo de quien sólo frecuenta lugares comunes.

XLA LIBERTADx no empieza por los pueblos, sino por los individuos, y cuando los individuos ven coartada su libertad por la sombra humeante de las pistolas no hay proyecto político que valga.

Pero es un tiempo tan contradictorio el que vivimos que Ibarretxe justifica su sueño apelando a Europa. No deja de ser curioso que en pleno proceso de centrifugado, el prócer de este pretendido Estado-Nación en ciernes apele a la Transnacionalidad como coartada justificadora de su particular proyecto, de su obsesión parcelaria en una época alérgica a las parcelaciones.

Mientras Europa, a pesar de Dublín, lucha por consolidar su maltrecha unidad, seguimos al sur de los Pirineos discutiendo si vascos y vascas están ya maduros para autodeterminarse .

No es un intenso nacionalismo español lo que late entre estas líneas. Y aunque no sea buen momento para decirlo, me parece que el futuro del mundo no está en conservar, como reliquia, los ortopédicos contornos de los Estados-nación actuales. El presente no puede interpretar las fronteras --políticas, lingüísticas, culturales-- como barreras, porque en él palpita un futuro donde la nueva fórmula, más idónea y acorde con los retos planteados, deberá borrar los estrechos límites que hasta ahora nos constriñen.

Cuando los problemas nos transcienden, debemos responder trascendiéndonos a nosotros mismos, yendo más allá de unos pacatos horizontes que pudieron servir ayer, pero que ya no sirven hoy. Es este otro siglo, el de la crisis irreversible del petróleo, el de un planeta cada vez más interconectado y urgente, donde la parte repercute sin remedio en el todo. Por eso ya no es la época del nacionalismo --cualquier nacionalismo, el español incluido-- sino de la transnacionalidad.

Quien no quiera ver que la globalización necesita una regulación global, que trascienda la mera suma de los intereses nacionales, seguirá mirando al presente con los anteojos del pasado, regodeándose en particularismos lingüísticos, étnicos o territoriales hoy pulverizados con el simple clic de un ratón. La eficaz solución de un problema ha de tener en cuenta la naturaleza de ese problema, por eso a desajustes globales sólo pueden responder políticas globales, donde el todo sea más que la simple suma de las atribuladas y egoístas partes.

Cómo enfrentar el cambio energético, la equitativa distribución de la riqueza, la regeneración de las democracias occidentales, la desaforada lógica de un consumo imparable que degenera en grandes desequilibrios entre mundo rico y mundo pobre; cómo enfrentar, en fin, los retos de un siglo que nos exige mirar más allá de nuestra propia bandera.

Hace 78 años ya lo había dicho Ortega : Yo veo en la construcción de Europa, como gran Estado nacional, la única empresa de futuro capaz de superar el rancio ayer de los nacionalismos. Todavía estamos en ello, y pese a las contradicciones que arroja la actualidad --o quién sabe si debido a ellas-- sigue valiendo esta sentencia. Y es que, siguiendo al gran filósofo madrileño, nada tiene sentido para el hombre, sino en función del porvenir. Por eso Europa y su profunda construcción transnacional deberían ocupar nuestro quehacer futuro, entre otras cosas, porque el Estado Nación ha caducado en las nuevas hojas del calendario.

*Profesor de Historia Contemporáneade la Universidad de Extremadura