Mañana, los militantes del PSOE elegirán secretario general. Asalto final entre Susana Díaz y Pedro Sánchez.

Uno se lo imagina como en el Street Fighter al que jugábamos de adolescente: la primera, mezcla de Zangief y Chun-Li, contra el segundo, híbrido de Ryu, Vega y Ken. Patxi López, el único que podría reconciliar al PSOE, quedará previsiblemente detrás, y quien gane comenzará al día siguiente la purga de sanchistas o susanistas.

El debate entre los dos candidatos ha estado basado más en eslóganes que en propuestas. Mientras que la primera se precia de «ganar elecciones» (cuando solo ha ganado unas, por mayoría simple, muy lejos de los resultados que cosechaba Manuel Chaves, y no es lo mismo triunfar en Sevilla que en Madrid), el otro apela continuamente a forjar un PSOE «de los militantes», como si las 187.360 personas con carnet del partido pudieran darle la victoria en unas elecciones generales. Ese número multiplicado por sesenta es el que necesitaría para conseguir una victoria como la de Rodríguez Zapatero en 2008, hoy imposible. Un partido no puede basarse solo en los militantes, que forman una minoría social que, normalmente, vive de la política, encajada en la cámara de resonancia de su partido y que muchas veces ha perdido el contacto con la realidad en torno. Otra cosa serían unas primarias abiertas, como las que ha habido hace poco, por ejemplo, en el Partito Democrático italiano, donde Matteo Renzi se impuso con casi el 70 % de los votos. Así, el que es uno de los políticos europeos más valiosos, en un ecosistema político tan venenoso como el italiano (donde pudo crecer e imponerse un Berlusconi), ha logrado legitimarse frente a dos compañeros que contaban con no pocos apoyos en su partido. En Francia, de no haber sido abiertas (de verdad) sino cerradas (de mentira) las primarias de los conservadores, con toda seguridad Sarkozy habría sido candidato al Elíseo. Por el contrario, sucumbió frente a François Fillon y Alain Juppé, candidatos más queridos por la gente que el prepotente ex-presidente.

Edurne Uriarte habló entonces en el ABC de «la estupidez de la derecha francesa»: será que ejercer la democracia, para ella, es una estupidez salvo cuando nos conviene. Quienes votaron por Fillon no podían saber que pocas semanas después aflorarían sus sucios manejos nepotistas y el hecho de que no haya pasado a la segunda vuelta se debe a que el votante de derechas francés será estúpido, según Uriarte, pero tiene una ética más exigente que los españoles de derechas.

También las primarias de los socialistas franceses dieron un resultado inesperado: Manuel Valls quedó fuera y así quedó evidenciado que en democracia, por mucho que te creas un gran hombre de Estado, no se pueden pisotear las ideas de tus votantes impunemente, como hizo Valls con su autoritarismo y su giro antisocial. ¿Que Benoît Hamon tampoco pasó a la segunda vuelta? Sus votos unidos a los de Melenchon habrían superado a los de cualquier candidato. En el caso de Estados Unidos, Trump pudo ganar frente a todo el aparato de su partido. Lo que fue una mala noticia para el resto del mundo fue buena para quienes lo boicoteaban, pues con ningún otro candidato los republicanos hubieran obtenido ese resultado. Pero sin duda, esperar que en España se pudieran celebrar primarias abiertas sería soñar despierto. Ya se encargarán los actuales líderes de evitarlo pues saben que, en ellas, quedarían retratados de un modo que no les gustaría.