Había salido a pasear y me encontré con las cicatrices del agua en los caminos de los campos que despedían el invierno. Aún soplaba fuerte el viento en las encinas que, inmóviles y erguidas, habían aguantado los embistes de los tiempos oscuros. Los animales miraban fijamente a los hombres que asistíamos a su rutina diaria de calma y contemplación, ese espectáculo de la naturaleza y el ser humano, de la tierra y el asfalto, de las prisas y la quietud.

A lo lejos, el amanecer dibujaba la silueta de los pueblos como si fueran extraños en el paisaje, restos de vida en medio de la nada. Por un momento, traté de comprender por qué ya habían crecido las flores y cuál era la razón del regalo del tapiz verde a mis pies, mientras encontraba la luz a raudales. Quizá luego vinieron nubes negras para anunciar que el invierno no tiraría tan pronto la toalla como un mal perdedor, a lo mejor la lluvia mojó nuestros pies para dejar su rastro hasta la próxima vez y el viento sopló fuerte para hacernos olvidar los malos momentos.

Una experiencia purificadora, igual que el sonido hueco de los pozos, los relojes apagados y los móviles sin wifi. Es un buen ejercicio para el alma cambiar de época del año. Está saliendo el sol donde nunca pisaremos. En los campos y las calles. Demos la bienvenida a la primavera, con toda su vida, con todo su ímpetu. Que la fuerza nos acompañe sin más mochilas que las llenas de flores y cerveza.