La dimisión del asesor de seguridad nacional, el general Michael Flynn, era obligada, pero no elimina las sospechas que pesan sobre las relaciones entre la administración Trump y la Rusia de Vladimir Putin, originadas por la presunta implicación cibernética de Moscú en la campaña electoral y por el nombramiento de hombres de negocios que han mantenido estrechas relaciones con Moscú para altos cargos, como es el caso del empresario Rex Tillerson como Secretario de Estado. Antes de Flynn, otros dos figuras muy próximas al presidente (una de ellas, su jefe de campaña) ya tuvieron que dimitir por la misma cuestión, pero aquello, siendo grave, ocurrió antes de las elecciones. En el caso de Flynn, la gravedad es mucho mayor por tratarse de un cargo ya nombrado con responsabilidad en una área tan delicada como es la seguridad nacional. Lo ocurrido ahora tiene otra derivada grave. Es la división y el pésimo ambiente que reina en distintos departamentos del Gobierno en los que el caso del asesor era bien conocido antes de que aceptara su responsabilidad. Revela la debilidad de la presidencia y de una administración en la que los funcionarios se ven enfrentados a cargos que han sido nombrados pese a que no reúnen los requisitos para su tarea. Esta primera dimisión de un personaje importante en el organigrama de la Casa Blanca no puede ser un caso aislado. Otras figuras deberían seguir el mismo camino.