Filólogo

En estas navidades he pensado en los padres que tienen un hijo homosexual y en el chaparrón que les ha soltado el cardenal Rouco: su hijo no vale nada: ni cotiza ni procrea. Hace tiempo que no se escuchaba una pastoral tan eficaz para unir la familia.

La Iglesia tiene su doctrina, respetable, sobre los homosexuales pero la memoria sobre la respetabilidad de ciertas teorías no es inocua: la tierra estaría hoy poblada por ciegos e individuos con la médula licuada si se hubiera cumplido la doctrina sobre el onanismo.

Si tan mal lo ve su ilustrísima, no nos queda más que sugerirle que sus curas echen una mano para aumentar la demografía; que destine el dinero que percibe de los españoles cotizando a la Seguridad Social por los clérigos, para que al secularizarse, no se encuentren sin pensión, como le ocurre a mi amigo J. M. Mármol, y a otros de su diócesis; que nos ilustre sobre la credibilidad del teólogo católico Donald Cozzeus cuando dice que en Estados Unidos casi el 49% del clero lleva faldas en el alma, que en los últimos quince años más de 10.000 curas han muerto de sida y otros requiebros que no transcribo por prudencia.

La actitud sobre los homosexuales merecería tal vez alguna actitud más cristiana que la crispada discriminación cardenalicia en tiempos tan fraternales.

Pero no siempre fue así: para quienes creen que la Iglesia siempre discriminó a los homosexuales, no dejará de sorprenderles que, John Boswelle, profesor de Historia en la Universidad de Yale, pueda documentar cómo la homosexualidad, en una tradición de casi siete siglos (del VI al XIII) no fuera considerada un hecho extraño , tuviera especial acogida en la vida clerical y religiosa, y fueran ampliamente conocidas las ceremonias matrimoniales de homosexuales, presididas por un sacerdote.

El cardenal debiera ser más precavido y ser el primero en aplicarse la doctrina: quien esté libre de culpa, tire la primera piedra.