Salvo desde la impostura, nadie puede sostener que las del próximo domingo no tengan un carácter de elecciones primarias. En democracia todas lo son respecto a las que han de llegar, porque en democracia la única forma válida de medir los apoyos con los que cuenta un partido en un momento determinado son las urnas. Son primarias para cada uno de los grandes partidos respecto al otro, pero también lo son para cada uno de los candidatos de un mismo partido, que tienen su corazoncito y sus ambiciones políticas, y que guardarán los resultados electorales como aval para el futuro por si un tropiezo de sus líderes abre la puerta a la renovación. Así que no es difícil de imaginar que el domingo por la noche Zapatero y Rajoy analizarán los resultados de su adversario con el mismo interés con el que Esperanza Aguirre mirará los de Ruiz Gallardón , incluso con el que ambos candidatos madrileños compararán los propios con los obtenidos por su líder en las últimas generales. Por si acaso.

Esa legítima mirada pervierte sin embargo el sentido de lo que se dilucida en estas elecciones cuando se intenta trasladar a los electores. Los ciudadanos estamos llamados a votar el próximo día 27 por quienes creemos que pueden resolver mejor nuestros problemas más cercanos. La política antiterrorista, la guerra de Irak o las listas no impugnadas de ANV son asuntos interesantísimos, pero no menos que el acceso a la vivienda, la mejora de la red de alcantarillado, las escuelas públicas, el tráfico o las listas de espera sanitarias, por ejemplo, que es de lo que se trata ahora.

Por eso no es de recibo que el debate nacional se intente imponer en los mítines sobre el autonómico y municipal, ni que la elección se plantee como un plebiscito sobre quien gobierna o aspira a gobernar el país, oscureciendo el papel de los candidatos locales a los que se roba protagonismo hasta convertirlos en personajes secundarios. Para eso habrá otra cita, dentro de nueve meses. Pero este parto es otro.

*Periodista