WLw a tragedia humana de la inmigración se manifiesta este verano con inusitado patetismo a causa de la llegada ininterrumpida de cayucos al archipiélago canario, el hacinamiento en los centros de acogida y la dispersión por la Península de una parte importante de los subsaharianos. Lo cual no hace más que agravar las penalidades de quienes, después de afrontar los peligros del mar, deben encarar los de su instalación, a menudo provisional, en lugares que desconocen o de los que tienen un conocimiento francamente sumario. El testimonio que recogía ayer este diario de uno de estos recién llegados ilustraba hasta qué punto muchos pasan del trasiego a cargo del Estado al vagabundeo angustioso en busca de trabajo, sustento y alojamiento.

Más de trescientos inmigrantes han llegado a Extremadura desde Canarias, Ceuta y Melilla después de que el Gobierno aprobara en 2005 el protocolo de actuación humanitaria y de acogida de los extranjeros desplazados desde estos territorios a la península.

Sin embargo, el caso de los inmigrantes que llegan a la península por sorpresa o poco menos, que carecieron de la asistencia dispensada a otros y hoy nadie es capaz de localizar, no hace más que subrayar la complejidad del problema y las debilidades de la Administración. No es de recibo que por una falta de coordinación, porque estamos en periodo vacacional o por cualquier otra causa perfectamente corregible, se repitan casos de esta naturaleza.

Pero es al mismo tiempo irreal pretender, como hace la oposición con vehemencia, que los flujos migratorios se mantengan bajo un control estadístico preciso, como si se tratara de contabilizar turistas o los vehículos que cruzan el peaje de una autopista. Las características de la inmigración procedente de Africa --masiva, irregular y en gran medida controlada por mafias-- impiden esa clase de control. A ello hay que añadir la incapacidad de los países de origen para encarar el problema y la utilización que del mismo hacen algunos gobiernos para llegar a acuerdos ventajosos con la UE.

Por estas razones, hay que exigir a todo el mundo un esfuerzo de realismo y mesura. El realismo es preciso para admitir que durante mucho tiempo, salvo la adopción de medidas contrarias a los derechos humanos y, por lo tanto, ilegítimas, la llegada de inmigrantes sin papeles se mantendrá como un tema cotidiano. La mesura es necesaria para que la inmigración no se convierta en un depósito de votos al alcance de quien sea capaz de levantar más la voz sin parar en mientes.

Los ciudadanos de este país, recién llegados a las tensiones sociales derivadas de la inmigración masiva, tienen derecho a disponer de información fiable para saber a qué atenerse. Pero tienen derecho, sobre todo, a quedar a salvo de la explotación interesada de los sentimientos más primarios, para que la xenofobia no secuestre la razón y envenene peligrosamente el problema.