Ochenta y cinco ricos suman tanto dinero como tres mil quinientos setenta millones de pobres en el mundo. Esta frase, que parece el planteamiento de un problema de matemáticas de cuarto de primaria, no presenta ninguna solución implícita. El enunciado queda cojo, como si millones de estudiantes permanecieran con el lápiz en alto a la espera de otra línea. Esta podría preguntar cuántos pobres tocan a cada rico, por ejemplo, un problema que se resolvería con una división sencilla, con o sin calculadora. Cualquier alumno podría hacerla y le saldrían muchos, muchísimos, un porrón de pobres para cada uno de los ochenta y cinco ricos.

La solución es una cifra enorme, escrita con la lengua fuera por un niño que está a punto de salir al recreo. Otra cosa muy distinta es qué se hace con este resultado, si se subraya, colorea o se enmarca al final del folio. Eso depende del profesor que haya planteado la pregunta.

También puede olvidarse, pasar página, tomarse un café y llegar a otra noticia con el alma intacta, creemos. En realidad acabamos de dejarla hecha jirones, pero no queremos darnos cuenta. Nunca hemos sido buenos en matemáticas, y menos aún con estas cifras. Con un titular así se pueden hacer más operaciones, tantos por ciento o reglas de tres o variaciones de ene elementos tomados de ene en ene, fuera lo que fuera eso.

Podemos hacer maravillas con este enunciado: comentarlo en clase, empezar así una columna, sentirse indignado, avergonzarse de la condición humana, pasarse al bando de los perros, cambiar de voto. Todo, menos permanecer con el lápiz en alto esperando que alguien nos dicte la solución del problema.