TLta Universidad de Extremadura homenajea estos días al profesor Juan Manuel Rozas . Aunque hace veinte años que murió, aún le imagino, cada vez que me siento a escribir esta columna, detrás de mí, exigiéndome claridad de ideas, claridad de expresión, y una cierta intuición en la elección de los temas y hasta un cierto manejo del oficio para que las ideas previas no enturbien la realidad ni produzcan fraude en el mensaje y todo ello con su inolvidable cara de hombre bueno. Incluso creo que es él quien me ayuda a sopotar la crítica y la relación amorosa y aún de temor que cada mañana mantengo con cuanto escribo. Nada es más gratificante para un alumno que el recuerdo de un buen profesor, como Juan Manuel Rozas; suceda lo que suceda, permanece toda la vida con uno, muy al contrario de la brevedad en que se disuelve la insustancial presencia del profesor asignaturero. Fuimos ciertamente privilegiados quienes disfrutamos de su magisterio y fue agraciada la Universidad de Extremadura por contar en los primeros días y en las primeras siembras con mano tan atinada en las letras, por lo que el homenaje parecía obligado.

De generación en generación quedará aquel modo sencillo de desmenuzar el teatro del siglo de oro, la luminosidad de la expresión y el fervor con que abordaba la poesía de la generación del 27, el toque, unas veces ligero, otras insistente, con que nos conducía a la sorpresa o la paciencia de cada verso, la delicadeza con que separaba la verdad del pastiche y la impostura; el brillo, en fin, el color, la limpidez de las palabras que en sus explicaciones reunía y montaba con una eficacia y un valor de posición incomparables que te llevaban a un progresivo entusiasmo por la literatura.

Rozas era aquel gran profesor que todos quisimos tener en la vida, algo hoy muy requerido, porque no se paraba en lo académico, iba a algo más que a la razón, al punto,que a uno le dejaba en el disparadero de buscar vorazmente quién o qué habitaba tras la palabra y eso, a más de uno, se le quedó de por vida. Lejos de la monotonía y el hastío, analizaba la bora como si el agua que sonaba en el aula fuera la original, tal vez porque adivinaba y entendía una humanidad en la obra del otro que se correspondía con la suya.

Que su recuerdo siga siendo tan cálido después de tantos años prueba que era un maestro; para mí, el gran profesor que aún revisa cuanto escribo y el hombre que como la palabra, nunca morirá. Debo agradecérselo públicamente.

*Licenciado en Filología