Semana Santa. Flores y llanto. Pasión de horas. Calles abarrotadas, cada año, a la misma hora. A las horas convenidas. Fanfarrias de Dios. Amores puntuales y rimados. Siempre (solo) por Semana Santa. De Ramos a Pascua. El mismo Cristo que, cuando callan las bandas, se nos muere a diario; muerto de hambre, muerto de frío, muerto de baba. A mi Cristo le falta el aire en verano. A mi Cristo le parte el cierzo en invierno. Mi Cristo está solo en su capilla de Pascuas a Ramos. Quieto en su soledad de madera y nada. Muerto, también, en mi alcoba. Cristo, que muere escondido, porque le escondemos, de Pascuas a Ramos; y aún así, incomoda. Cristo, callado en su capilla, como si su reino no fuera de este mundo, como si no hubiera otro mundo que éste: sucio, seco, violento y pagano. Cristo Negro como el carbón que me quema las entrañas. Cristo de todos los desprecios, olvidado de Pascuas a Ramos. Cristo se nos ha muerto. Y en la soledad de mis pecados, negros, negros como su cerco de olvido, en mi cama, oscuro todo, pienso si tal vez no estuviera ya muerto antes de yo nacer. Solo carne, carne podrida. Sobre mí, los palos de su martirio, y Él ahí, colgado, de palo y muerto; menos que cadáver. En mi pecho una cruz de oro; paso mi mano por ella y le pregunto por sus mandamientos. Le pregunto si aún es posible la dicha del combate. Si le habita Dios o está muerto, como muerto está el oro. Si aún existe o ya se borró la trinchera que defiendo. Si hay camino por andar o solo nos queda el cuajarón de su sangre tallada en madera.

Vuelvo a la capilla y Cristo se me antoja, ahora, a fuerza de tanto preguntar, Cristo de las Batallas, y como pareciera que me hablara, desclavada la palma derecha, pareciera también que con ella quisiera señalar por donde caminar. Escalofríos como caricias. Aprieto el Cristo que me cuelga del pecho. Lepanto,… santo y seña. Tengo batalla. Estremecido pienso: tal vez viva. En verano, en invierno, en otoño y, quizá, también, misterio del azahar, en Semana Santa. Digo: ¡a tus órdenes!; que prometo no servir a señor que haya de morir. Mientras, un miliciano, arma al brazo, le hace guardia, que yo lo he visto.

Salgo a la calle. Pregunto por Él y en cada respuesta se me aparece. Dudo, caigo, y solo la duda me levanta. No estoy muerto porque Él está vivo de Pascuas a Ramos. Porque en la mugre del pordiosero está, porque en las bubas purulentas de todos los enfermos que en el mundo son, está. Y porque si no está, no estoy. Está Resucitado, de Pascuas a Ramos. Porque sin Él no hay respuestas, hay turbiedades, medias verdades que no pasan de mentiras enteras. Porque el misterio supremo de la vida y la muerte está escrito en el corazón limpio de cada hombre que muere en Él. Porque la luz, en su capilla, ya le baña el rostro, cebolla y vino, porque ya no es negro, porque su sangre me dio coraje en la batalla, y a la batalla sentido. Ya con los brazos abiertos en cruz, sin madero, ni clavos, ni espinas, ni sangre, ni llanto… Ahora te veo, porque existes, porque tienes que existir, porque te existo. Cristo de la Fe. Cristo Rey. Dios Salvador en la hora sin fin de la vida y la muerte. Ola y espuma. De aquel pudridero de mi desesperación nace ahora enfebrecida mi esperanza en un Cristo español que en español me habla. A su túnica voy cosido como un perro. Señor, ¡vuelve a tu cruz que ya es la hora! Que los parches del tambor, curtidos como curtidas están las viejas esperanzas, atruenan ya en las entrañas. Una muchedumbre te aguarda para llevarte al Gólgota. Semana Santa. De Ramos a Pascua.