Hay nuevos datos que confirman que el ejercicio económico del pasado año, a tenor de las cifras que ha hecho públicas la Administración del Estado, ha sido mejor de lo que se esperaba. En esa dirección han ido los anuncios del secretario de Estado de Hacienda, Carlos Ocaña: el Producto Interior Bruto (PIB) creció el 3,8%; se crearon 700.000 nuevos empleos y el conjunto de las administraciones públicas tuvo un superávit del 1,6%.

Si se añade el dato ya conocido de que la inflación española se moderó más de lo que se esperaba, hasta el 2,7% --en Extremadura el comportamiento de los precios fue incluso mejor, 2,4%, aunque esa moderación no se notara en los bolsillos de los ciudadanos--, estamos ante un cuadro de indicadores de la economía española, cuya situación el propio Ocaña no se ha recatado en calificar de "buena y cómoda", y que atraviesa "un momento dulce".

Tanto es así, que el Tesoro devolverá a los contribuyentes 4.000 millones de euros gracias al nuevo cálculo del Impuesto de la REnta y sus retenciones. La satisfacción ante estas magnitudes de la economía está, por tanto, justificada: un Gobierno socialista, con el apoyo de fuerzas progresistas a la hora de elaborar el presupuesto, ha sido capaz de mejorar el equilibrio de las cuentas públicas, poniendo en evidencia que los méritos que se adjudica el Partido Popular de ser los responsables de haber creado este círculo virtuoso hay que atribuirlos a la categoría del autobombo.

No obstante, hay cuestiones pendientes de despejar: sería muy pertinente saber cómo piensa el Gobierno eliminar los riesgos que subyacen entre cifras tan relucientes. Porque hay otras de más difícil comprensión, como las referentes a la pérdida de productividad --más trabajadores para hacer lo mismo que en otros países de Europa hacen menos trabajadores-- o de competitividad --más importaciones de productos que antes eran de fabricación nacional--, que deberían motivar políticas más decididas para atajar no hipotéticos riesgos. La demostración de que existe esta necesidad es que hay superávit de las administraciones públicas, pero apenas se dispone de datos objetivos sobre qué resultados ha obtenido la aportación pública a programas de investigación y desarrollo, tal como marcan las directrices de la Unión Europea.

Las previsiones optimistas sobre el 2006 han quedado desbordadas al alza. Por lo tanto, es hora de revisar lo que se puede y debe hacer desde la iniciativa pública en el 2007, que solo por décimas será menos bueno que el año pasado. Pero será también desaprovechar el tiempo, con repercusiones a corto plazo, no acometer con coraje las reformas necesarias en los mercados regulados --los precios de todo tipo de suministros a particulares--, la inversión pública tangible en Investigación más Desarrollo (I+D) y la desincentivación de las inversiones especulativas en el mercado inmobiliario.