TSton días extraños, comadreados en la España que allá por 1956 enterraba a Baroja exactamente un 30 de octubre, con todo el plomo y la rabia en el estómago. Don Pío nos puso sobre aviso de cómo nos iría a los españoles en la vida, de seguir por los derroteros de la rabia, la inquina, la pasión mal entendida por la política o la manía de encerrarnos en un corralito construido bien a la derecha o bien a la izquierda del centro. Otros masticaron la tragedia antes que nosotros y como el bueno de Don Pío Baroja, aterido de frío en el subterráneo de la Historia, anticiparon el esperpéntico ritual de pandillas enfrentadas al que asistimos con palomitas en el regazo. ..."España se iba encolerizando..." advirtió Don Pío.

Sí... son días extraños, sintetizados en una semana puente que ha unido octubre con el mes de las nieblas y los paseos al cementerio. El mes de las "dolorosas" que dirigen su elegancia de memoria herida hacia nichos de abismales silencios. Cementerios que habitan nuestros muertos con la distinción propia de quien abandona la escena arrancando la ovación del público. Días de noviembre oblicuo y omiso, en los que resulta inútil evadir la coreografía de la muerte.

¿Por qué no hablar de ella? ¿Por qué tanta ceniza a su alrededor? ¿Por qué tanto miedo y voz baja en torno a un hecho biológico que nos espera a todos al final de nuestras vidas? Yo practico a diario un ratito de conversación con ella; siempre me espera sentada en una mecedora, tris tras, tris tras... Repaso con ella los verbos en tiempo pretérito y jugamos a restar números; luego ella me hace preguntas sobre historia y yo le respondo con hipérboles; me obliga a hacer examen de conciencia y le digo que mejor otro día, que esa parte requiere de mucha concentración y que por favor me conceda un día más.

XJUSTO AHIx acabamos la clase práctica. Ella me pone ejercicios para la próxima sesión y así voy aprendiendo a morir, como otros aprenden inglés, o baile de salón, o técnicas de preparación al parto. Escribo estas líneas aterrorizada por el griterío de los chiquillos que derribarán mi puerta de una patada si persisto en mi actitud de no abrir y darles un par de dulzainas. Galopan la escalera de arriba abajo como si un ejército de vampiros se hubiera apoderado de sus cándidos cuerpecillos; no quieren ni susto ni broma, solo caramelos. Inocentes... (Espero que éste sea el último timbrazo. Son las doce de la noche. Llevan en sus bolsas un arsenal muy golosón: picotas, flan de calabaza, piruletas de chocolate blanco, regaliz de pepino y gominolas con sabor a granada).

¿Qué gran paradoja no? Caramelos para amortiguar lo que algunos creen terrorífica invasión de la muerte. Dulces para envolver sus oscuros presagios. Pero ella, que es paciente, imperturbable y eterna compañera de viaje, nos espera impasible en su mecedora, tris tras, tris tras, con el álbum de nuestra vida a todo color por si en el revuelo del adiós se nos extravió la maleta de recuerdos. Así es noviembre, mes de duelo y contención; de espigadas damas abonadas al negro, expertas artesanas en el arte de la genuflexión, estatuas dolientes que sustentan los jardines donde reposan nuestros muertos. A ellas dedico mi prosa de domingo, para que caminen por los siglos de los siglos junto al difunto que todos seremos un día. Me inspira toda la ternura y admiración del mundo asistir a esa letanía de "dolorosas" que riegan la tierra con sus oraciones. Poética procesión de "dolorosas" que erguidas contra un muro de pena, emergen de su inextinguible soledad para clavar en el cielo su llanto convertido en flor.

Dejemos hablar a la muerte, nada malo hay en ella salvo la ausencia, el amargo sabor de la pérdida y un resquemor que se evapora con los años. Ella nos espera en su mecedora, tris tras, tris tras... con un manual de instrucciones sobre la felicidad, porque me consta que su máximo empeño es enseñarnos lo que en vida no aprendimos y ayudarnos en la travesía definitiva. Como los niños, no quiere susto ni broma, solo acercarnos al encuentro con lo esencial después de haber empapado en leche la masa informe de nuestro epílogo. Morir es irse en paz, es como dar un beso de buenas noches y apagar la luz después de haber leído un libro excepcional: "La Costumbre de vivir" de Caballero Bonald . Morir es dejar el rastro de tu propio olor en los armarios que cobijan la ropa de los últimos días, y depositar en los que se quedan el eco de una risa.

Pero lo importante es vivir y hablar con ella en su mecedora, tris tras, tris tras...

Pasear los cementerios , arriar velas y en todo caso ir pidiendo hueco porque esto va en serio... tris tras, tris tras...

..."Dejemos las conclusiones para los idiotas", sentenció Don Pío.

*La autora es periodista.