Dramaturgo

Ya sabemos que todo vale en publicidad (desde lo de "el tiempo pasa, la joya queda" de aquellla relojería y joyería de Badajoz, ha llovido mucho) y que a la hora de llamar la atención no se para nadie en barras. Pero que a uno le salga al paso un lancero o alabardero con alabarda y todo, y le espete de golpe y porrazo, entre estanterías llenas de latas de tomate frito y aceitunas, que beba una cerveza de nombre imperial, es una pasada. Se pueden figurar cómo se queda el cuerpo a las cuatro y media de la tarde, hora en la que mejor se hace la compra en las grandes superficies, cuando te sale al paso un tipo con alabarda y te pregunta por una cerveza. ¿Qué le dices? ¿Y si te abre una botella y te ofrece un trago? ¿Te niegas? ¿Y la alabarda puntiaguda? ¿Cómo vas a beber cerveza medio caliente a las cuatro de la tarde? No se crean que el mozo alabardero era tamaño propaganda, no.

Era un bizarro mozo, alto, fornido y con voz de trueno, que golpeando el suelo del centro comercial donde resonaban los golpes como si del castillo de Alburquerque fuera, sobre todo porque estaba vacío, te cortaba el paso entre las latas de atún y el pan Bimbo y te preguntaba lo de la cerveza. "Muy rica, sí señor, muy apetitosa", gemía un servidor ante la oferta y ante la alabarda.

Luego se retiraba solemne para cortarle el paso a una señora que llevaba un manojo de cebollinos en su cesta y que arrojándolos salió a escape entre los bidones de Luzil.

"¡No huyáis, doña, ante esta cerveza sin par!", gritaba el alabardero al ver huir a la señora y resonaban sus golpes como sintonía publicitaria.

¿Se imaginan qué puede ocurrir si meten a publicitar al elefante del papel higiénico?